Tanto los que se posicionan a favor del independentismo como los que defienden la unidad del Estado se acusan mutua y muy agriamente de hacerle el juego a la derecha.
El debate sobre la cuestión de Cataluña que viene produciéndose en las izquierdas tiene un defecto capital: tanto los que se posicionan a favor del independentismo o del llamado derecho a decidir, como los que defienden el federalismo y la unidad del Estado, se acusan mutua y muy agriamente de hacerle el juego a la derecha. El discurso del pasado domingo en la manifestación unionista del ex secretario general del PCE, Paco Frutos, desató una ola de indignación y de insultos en las redes sociales de miembros, simpatizantes y votantes de Unidos Podemos. Borrell volvió a estar en la misma diana, que ya le dibujaron con la anterior manifestación de igual signo del 8 de octubre, y que ahora se ha extendido a la integridad del PSOE, después de su apoyo a la activación del 155. Todos, según sus acusadores de izquierdas, se han colocado indecentemente al lado del indecente PP, y se han hecho cómplices de un imperdonable ataque a la democracia y al pueblo catalán, heroicamente empeñado en ejercer su derecho a decidir.
Ninguno de esos acusadores parece experimentar el más leve escrúpulo por sentirse al lado del PDeCAT, un partido cuya propia génesis no es más que un pobre intento de disfrazar las vergüenzas de CiU, que comparte con el PP la evidencia de su corrupción estructural y que como poco lo ha igualado en el sesgo antisocial de su respuesta a la crisis. Así se convierten de acusadores en acusados, reos de un mismo delito de complicidad con quienes promueven intereses contrarios a los de las clases populares y trabajadoras que dicen defender.
A este cruce de acusaciones subyace la dificultad de comprender que la cuestión social y la territorial son debates distintos, que admiten alineaciones y posicionamientos ideológicos igualmente diversos. Se puede ser nacionalista, federalista o centralista, y al mismo tiempo, y por cada una de esas posibles posiciones, de derechas, de centro o de izquierdas. Pueden advertirse y hasta argumentarse con gran consistencia contradicciones ideológicas de uno u otro signo. Pero serán siempre advertencias externas, realizadas desde una de las posibles combinaciones, que no impedirán que siga habiendo personas que se sientan plenamente consecuentes al propugnar unas u otras posiciones según el plano de la realidad social y política ante el que se pronuncien. Dicho en otros términos, carece de sentido tratar de convencer a alguien, apelando a su izquierdismo —o a su derechismo—, de su error al defender la pertinencia del derecho a decidir o de su incongruencia al defender la aplicación del 155. Y esto sin olvidar que entre una y otra salida a este conflicto caben opciones no menos defendibles.
Esto no tiene nada de raro. Las sociedades contemporáneas hace mucho tiempo que revelan no una sino múltiples líneas de fractura. Todas, desde el advenimiento del capitalismo y la ruina del Antiguo Régimen, son sociedades de clases que generan un conflicto permanente por la distribución de recursos y posiciones más o menos favorables a la equidad, que es lo que básicamente produce diferencias en el eje izquierda-derecha. Muchas, como la nuestra, son también sociedades plurales en términos histórico-culturales. Más allá de su más o menos larga convivencia histórica en el seno de un mismo Estado, producen un conflicto territorial que distingue a los partidarios de más o menos autonomía y que, ocasionalmente y como ahora nos sucede, puede extremarse hasta el punto de ponerse en cuestión la pertenencia a una determinada comunidad política. Hay sociedades tradicionalmente enfrentadas por cuestiones de índole religiosa, sociedades plurales desde el punto de vista confesional, y sociedades (casi todas) en permanente conflicto entre confesionalismo y laicismo políticos, siendo el de su influencia relativa en la educación el terreno donde más claramente se pone de manifiesto.
Estas y otras posibles líneas de fractura —intergeneracionales, de género, entre minorías-mayorías de distinto origen étnico…— no son solo una discutible perspectiva de análisis. Expresan una realidad social que es siempre multidimensional y que por tanto contribuye a la formación de identidades, personales y colectivas, siempre poliédricas. Hay algo de totalitarismo absurdo en el empeño por situarnos y situar al otro en un único posible plano de la realidad, disculpable sólo porque es ese concreto plano el que más intensamente percibimos. Igual que hay mucho de ensoñación en el empeño por explicar todo posible conflicto social con arreglo a una sola clave común, que para serlo tiene que situarse en un plano externo a la realidad, dejando así de ser políticamente operativa.
Es cierto que en España no hay izquierdas claramente centralistas. En el eje del conflicto territorial sus posiciones se sitúan entre el umbral mínimo del federalismo simétrico de la mayor parte del PSOE, pasando por el federalismo asimétrico que llegó a propugnar el PSC de Maragall, la recuperación con énfasis desigual del derecho de autodeterminación en gran parte de IU y de Podemos, hasta el independentismo sin concesiones de la CUP. Pero esas correspondencias tienen una explicación histórica ajena al universo ideológico de la izquierda, que implica posiciones definidas solo con relación a la cuestión social. Proceden de la alianza estratégica con los nacionalismos vasco y catalán forjada en los años de oposición democrática al franquismo. Y yendo más atrás, entroncan con la proximidad entre el republicanismo federal, el socialismo e incluso el anarquismo durante el sexenio revolucionario de 1868-74, continuada en las primeras décadas del posterior régimen canovista de la Restauración.
Ahora bien, esas son circunstancias históricas contingentes que no se han producido en otros ámbitos. En Estados Unidos los demócratas han sido siempre más partidarios de reforzar las instituciones centrales que los republicanos. En Italia, por citar un caso más próximo, la izquierda ha sido la gran depositaria del espíritu de lucha por la unificación del país contra los poderes residuales del Antiguo Régimen. En Francia, hasta Miterrand, nadie discutía la tradición napoleónica de Estado fuertemente centralizado. No hay una lógica indiscutible que vincule ni la defensa ni la crítica del derecho de autodeterminación a la democracia o a la causa de las clases populares. Es absurdo, y divisivo, buscarla y emplearla como arma arrojadiza.
Si no logramos situar este conflicto que ahora nos atenaza en sus exactas coordenadas, comprenderlo en su complejidad y en su profundidad histórica y política, si en lugar de ese esfuerzo seguimos empeñados en lanzarnos argumentos retóricos contra nuestras supuestas incongruencias ideológicas, sin vacunarnos contra esa enfermedad infantil que siempre hemos arrastrado las izquierdas, estaremos condenándonos a la irrelevancia. Seguiremos incapacitados para ofrecer una respuesta solvente, democrática y satisfactoria, para todos, a este problema. Para hacerlo no tenemos que renunciar a nuestra identidad, nuestra plural, poliédrica identidad. Basta con empezar por reconocerla en nosotros mismos y en nuestros “traidores”. Y a partir de ahí, dejar el empeño por ganar batallas ideológicas y poner la razón práctica por encima de nuestros queridísimos, irrenunciables valores.


