Siete de marzo

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Una imagen de la huelga feminista del pasado 8M en Cádiz. FOTO: ESTEFANÍA ESCORIZA.
Una imagen de la huelga feminista del pasado 8M en Cádiz. FOTO: ESTEFANÍA ESCORIZA.

Los periodistas que hemos vivido de la prensa estamos acostumbrados a habitar un permanente futuro inmediato. Para nosotros, el hoy es el mañana porque escribimos para hacer realidad a los demás el día siguiente, que será el día en que nos lean. Esa es la razón por la que yo hoy estoy escribiendo, porque para mí es siete de marzo aunque para mi buen lector estemos ya a día ocho. Y es que el hoy de todos aquellos que estén ahora ante estas líneas no haría posible esta columna. El ocho de marzo es el día en el que he decidido parar, aunque más bien creo que lo han decidido por mí. Lo han decidido los salarios más bajos, los escollos en el camino, alguna que otra noche de temor y un sinfín de batallas perdidas. Algunas en carne propia, muchas más en la piel de otras.

Estos días hemos leído de todo. Entre otras cosas, hemos oído a quienes reivindicaban su derecho a no ser feministas, a no parar, a no ceder ante la marabunta; entiéndase además que se piensa en una marabunta roja y amenazante, como el demonio. Hemos leído incluso que solo hay una manera impuesta —y además politizada— de entender una lucha que es política porque es polis, porque es ciudadana y porque es, por esencia, transformadora. Hemos leído que no se debe defender el feminismo sino la igualdad. Y en ese intento un poco perverso de oponer ambos conceptos, sí que hay algo de verdad. El feminismo y la lucha por la igualdad no son exactamente lo mismo. El feminismo busca además la transformación social, porque en un mundo como el que habitamos —tan desnaturalizado y cruel— ser igual de infelices no parece tener mucho sentido. Debemos ser iguales para transformar el mundo en un lugar que merezca la pena dejarle a nuestras hijas e hijos. Y sospecho que hay demasiadas y demasiados que, a estas alturas de la película, aún no han entendido nada.

En estos años he aprendido a desconfiar. Desconfío de aquellos que quieren explicarnos lo bien que funcionan las cosas en el mundo real; de aquellos que están tan preocupados por nosotras que no van a nuestras manifestaciones, ni atienden nuestras reivindicaciones, ni se reconocen en nuestras luchas porque, dicen, está todo conseguido. Desconfío del paternalismo de aquellos caballeros que quieren enseñarnos cómo liderar y que se dan palmaditas en la espalda cada vez que “nos echan una mano”. Desconfío de los políticos que nos usan como escudo antimisiles. Desconfío del altruismo ilusorio que pone precio a las entrañas de las más débiles; de los que pretenden regular la explotación asistida; de los que ponen apellidos liberales a una lucha que o es frontal o no es nada. Y por encima de todo, desconfío de las y los que desconfían del feminismo.

Yo no he decidido parar, lo han decidido por mí. Lo han decidido las veces que no me han creído capaz de algo, las veces que mi escote se ha llevado los laureles por encima de mi voz, las veces que pasar por debajo de una obra fue deporte de alto riesgo, las veces que la casa a cuestas fue una losa, las veces que no ser madre fue ser menos mujer. Las veces que otros quisieron enseñarme quién era. Las veces que nos han golpeado, violado, asesinado. Hoy, que para mi lector es ocho de marzo, yo he decidido que no quiero tener que parar nunca más. Y por eso paro.

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