Se llamaba Sandra. Tenía la edad en la que la única preocupación debería ser qué asignaturas optativas escoger al siguiente curso, si le gustas al chico que te gusta y no reñir en casa haciendo las tareas que te tocan. Desde luego no tenía edad para sentir dolor y angustia, y menos en su círculo académico y social.
Se llamaba Sandra y su cara sigue en nuestra retina vestida con la equipación de su club de fútbol y con su traje de flamenca. Se llamaba Sandra y nos duele el alma al pensar en el trayecto de vuelta a casa, aquel en el que decidió que ya no podía más, que era demasiado el dolor como para que le compensara vivir.
Se llamaba Sandra y su nombre es también el de miles de personas que cada año se sienten asfixiadas, dolidas, abusadas, insultadas hasta el punto de no poder soportar su propia existencia.
Que la desesperanza tome el mando de tu vida debe ser el peor de todos los dolores que alguien, y más si tiene catorce años, puede sufrir. Y en esto hay que admitir que la sociedad falla. Falla estrepitosamente si los protocolos de actuación dictados por la administración son lentos, con independencia de que se haya o no cumplimentado un documento; porque nadie repara en las horas, reuniones, burocracia, atención y formación que precisa que un protocolo sea exitoso. Y es que si funciona es porque nadie se entera de que estaba en proceso y se han conseguido resultados. El resultado óptimo de un protocolo de acoso es que la víctima deje de serlo en todos los sentidos y pueda reubicarse de forma natural al entorno familiar y social. Para eso se necesita mucho más que un documento.
Soy docente, pero soy madre. Me duele pensar en que mis hijos lleguen a sentir lo mismo que Sandra o peor aún, que sean abusadores en cualquier formato. Hablando con otras madres este fin de semana todas teníamos el mismo discurso: intento educar a mis hijos para que sean buenas personas, hago lo que puedo y espero que lo sean, pero nunca se sabe.
Hay demasiado dolor en esta historia: el de Sandra, su gente, el centro educativo, los padres de las menores presuntamente abusadoras e incluso el de ellas mismas. He escuchado decir que las niñas están sufriendo el acoso y su imagen está en las redes; hay quien se horroriza y quién se alegra, pero de fondo, dolor.
Miro a los alumnos de mi tutoría mientras están haciendo actividades y me paro en cada una de esas caras jóvenes y llenas de vida. Me asusta pensar que alguno está sufriendo y no soy capaz de verlo, porque si no me lo cuentan es muy difícil saberlo, son muchos y cada uno tiene alguna necesidad. No soy psicóloga, me enseñaron inglés y literatura en la carrera. Después de mucho tratar con alumnos creo tener cierta intuición, pero a veces falla. Las nociones para poder acompañarlos me las he trabajado en cursos que yo misma he pagado y cuento además con la práctica docente, pero me parece insuficiente si no existe una asignatura en la enseñanza obligatoria sobre resolución de conflictos y gestión emocional.
Y sí, me asusta colaborar o al menos no saber acompañar el dolor de estas personas, pero siento que necesito ayuda yo también y la administración no colabora. Hablando con mis compañeros, que también están devastados, proponemos mejoras que nos ayudarían a poder ayudar, valga la redundancia, a tantos alumnos que pasan por nuestras aulas, y no tienen nada que ver con rellenar o no un documento. Pero como ocurre con todo, es raro que se nos pregunte a los que sabemos, como ocurre con cada una de las leyes educativas que surgen en función de quién esté en el gobierno.
Y no, los niños y jóvenes de hoy en día no se parecen ni un poquito a los de nuestra generación o anteriores: nunca antes había tantísima exposición ni tantas posibilidades de ser atropellado por lo superfluo. Y no niego que también tuvimos nuestros traumas y dolores que hoy en día nos siguen acompañando y nos dejan un recorrido de angustia difícil de manejar en muchas ocasiones, pero la diferencia es que tenemos ahora la oportunidad de cambiar las cosas, de evitar que otras Saras, Enriques, Marías, Lucías, Migueles, etc. se suiciden porque se ahogan y no puedan más. Sabemos dónde está el problema, hay gente que sabe cómo solucionarlo, seguro que existen las oportunidades y los recursos.
Los docentes pedimos a grito ayuda en este gran problema que nos sacude a todos: acompañar a los que harán que el futuro sea más humano, más decente, más feliz. Y pedimos también que se eduque en casa; nosotros tenemos la tarea de acompañar y enseñar, pero los valores han de venir integrados en familia. Pedimos recursos para poder hacer lo que está en nuestras manos, que es mucho: protocolos seguros y eficaces, tiempos para desempeñarlos y formación para nosotros y nuestros alumnos.
Se llamaba Sandra y me duele y te duele. Nos duele a todos. Ojalá estuviera hoy entrenando, haciendo tiktoks, riendo en clase. Ojalá nunca se hubiera suicidado. Ojalá no haya más Sandras que lamentar.




