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Habitualmente éste es el día de la resaca, del comienzo del fin de la ciudad efímera -ahora empieza el desmontaje de las casetas- que dirían los cronistas. No me pidan lucidez ni ideas frescas, pues mis neuronas, como las de la mayoría, han sido diezmadas por el rebujito y otras 'delicias' feriantas. Descubro con grata sorpresa al levantarme que en mi cerebro no se enciende ninguna bombilla, y digo "grata sorpresa" porque le he cogido un miedo atroz a las polillas que revolotean al calor de las luces.

Es tiempo ahora de balances, de preguntar a los caseteros y ver si la manida luz del final del túnel se ve de cerca; también para los políticos, que analizarán si el desembarco de sus líderes en el Real les ha servido de algo de cara a unas elecciones para las que queda, justamente, una semana. Por último habrá que ver si es necesario combinar el sayo con las bermudas, teniendo en cuenta que algunos han sido los días más calurosos de mayo en tres decenios (no, si al final tendrían que haber adelantado el montaje de la 'playa').

Y llegamos a este punto muerto en el que parece que no hay nada que decir, aparte de repetir lo mismo de todos los años. Si no, pensará quien me lea -y con toda la razón- no estaría yo hablando del tiempo, como si el lector y yo estuviéramos metidos en un ascensor. Pero basta de lamentos, que hay que llegar a una conclusión, con resaca o sin ella. No la tengo. Pero sí un consejo: no pisen el Real hoy, se morirán de pena. Tampoco, dentro de seis meses, miren a quienes hayan votado. Les pasará lo mismo. Y entonces los querrán botar.

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