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El ciclo electoral que comenzó el 15M de 2011 concluyó ayer con un regreso al bipartidismo, la desmovilización de los sectores populares y un cruce de reproches entre quienes intentaron liderar los reclamos de aquel hastío político que desembocó en una crisis de régimen. De todo aquello, hoy apenas queda nada.

Murió en términos de matemática política pero, a decir verdad, llevaba mucho tiempo muerto. Cientos de movimientos sociales han ido evaporándose durante el último lustro y las calles volvían a parecer desiertas. El mismo nivel de ilusión con el que se conformaron candidaturas populares y confluencias para los municipios de toda España ha sido el nivel de desafección de quienes se vieron atraídos por «otra forma de hacer política». Pero sucedió, y sucede, que esas formas fueron las de antes. Las formas del primero yo, de las familias peleándose en su juego de tronos particular, del mundo de camarillas y enemigos, las del fuego cruzado, los juegos del hambre y las personas entregadas a las siglas. La política de partidos anestesió la calle, pervirtió hasta las almas más puras y devoró la política real en tan solo ocho años, dejando tras de sí silencio e impotencia, como después de una batalla perdida.

En algún momento, los movimientos del cambio se enredaron en sus lógicas internas, olvidaron las luchas paralelas (las zonas rurales, los barrios de extrarradio, las asociaciones) y pasaron más tiempo en despachos y sedes que escuchando las necesidades de un pueblo que el tiempo ha convertido en la generación de la precariedad y la eterna incertidumbre. En algún momento, la política dejó de ser el otro. Como una plaga bíblica, las confluencias se desmembraron, se pelearon, se reprocharon, se acusaron, se vilipendiaron y al final, la misma sociedad los dejó de lado harta de tanto personalismo y prepotencia intelectual. Vinieron a cambiarlo todo, pero solo cambiaron ellos mismos. Ahora, llaman a la reflexión quienes fueron continuamente apelados para ello y siguieron haciendo de la política espectáculo su bandera.

Ocho años han pasado y este mundo no parece ir a mejor. Hay nuevas y sofisticadas formas de precariedad –que nos están matando-, una desigualdad que asusta y asola, un auge evidente de la ultraderecha en Europa, una lucha fratricida por el control de nuestros datos, una evidente concentración de la riqueza, tensiones territoriales por resolver, se está dejando morir literalmente a personas en el Mediterráneo, asistimos una guerra comercial que puede desembocar en cualquier cosa y un descreimiento político que va a haber que revitalizar con mucha inteligencia, paciencia y lucha colectiva.

Parecen que son esas, las luchas fuera de siglas, altruistas y desinteresadas, las pocas capaces de aglutinar poder popular y traducirse en derechos para las mayorías. En esta vuelta a la casilla de salida, convendría no olvidarlo y grabarlo a fuego: La vida de la gente no se cambia sin la gente.

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