Familia, en una imagen de pixabay.com
Familia, en una imagen de pixabay.com

Siempre tuve claro que de ser padre quería serlo de niñas, y no de niños. Recuerdo que cuando mi mujer esperaba a nuestra primera niña, y luego a la segunda, nunca albergué la mas mínima incertidumbre sobre cuál era el sexo que prefería, niñas, sin dudarlo. En aquellos años yo aun no tenía la conciencia que ahora comienzo a tener.

Hubo veces desde entonces, que me preguntaba el porqué de esa elección. Y siempre obtenía la misma respuesta. Una bastante egoísta, que los hombres hemos asimilado a base de tanto escucharla, “las niñas son más de los padres”, “los niños son más despegados”. Pensaba así, que de esta forma me aseguraba la necesaria dosis de ternura, cariño y cuidados cuando los años fuesen haciéndome mayor.

Pero también, y según he ido profundizando en el conocimiento de mí mismo, en la educación que recibí, y en definitiva en quien soy ahora, descubrí una razón oculta, que mi pensamiento patriarcal me impedía rescatar, y que tardé mucho en racionalizar. Como ya he contado, me crié y eduque entre hombres, en una familia de una gran mujer y cuatro hombres, y en un triste y represor colegio religioso que, como era obligatorio en la época,  segregaba por sexos.

Por lo tanto tenía las suficientes referencias masculinas, y solo una femenina. Esa experiencia en aquel mundo de masculinidades hegemónicas, me marcó, pero también proporcionó mas conocimiento de los hombres, y esa, sin saberlo, fue la razón que determinó mi preferencia como padre. No querer el mundo sórdido de los hombres, este concepto de género, y masculinidad violento y encorsetado, en el que nos construyen, y bajo cuyos parámetros se nos valora.

Muchos de mis recuerdos de los años de colegio están relacionados con aquel mundo, y  con el descubrimiento de la sexualidad. Pero a la mayoría de los hombres de mi generación, niños de 7, 8, 9, y 10 años, la posibilidad de ese descubrimiento maravilloso y feliz se nos negó, presentándonos el sexo como algo maligno, traumático y doloroso. Y de eso los hombres tenemos la responsabilidad, los de mi niñez, los de ahora, y los de siempre.

Nos educaron en una cultura basada en abusos sustentados sobre la autoridad, la religión, y el poder. Delitos cometidos por hombres que debían ser un ejemplo para nosotros. Pero no fue así. Vi como se violentaban nuestras vidas, sin el más mínimo pudor ni arrepentimiento. Comportamientos que nos causaban tanto miedo y sufrimiento, que para protegernos interiorizamos de tal forma, que tardamos años en liberarnos de aquellos recuerdos.

Hasta el punto que, cuando hace ya algunos años escribí un microrrelato, que se publicó en el suplemento literario Babelia de El País, donde en dos o tres líneas, tuve que contar algo que me definiera, elegí aquellas experiencias, y lo titulé Quien soy yo.

Ahora, conforme me acerco al feminismo, y comienzo a percibir las ancestrales desigualdades existentes entre mujeres y hombres, hay veces que pienso en cuáles son las diferencias que nos distinguen, y llego a la conclusión, de que mas allá de las biologías, lo que realmente nos define, es el elemento violento que los hombres llevamos incorporado a nuestro ADN. Pero no por alguna razón genética, sino por una construcción social y cultural, la forma en la que se nos educa, y el modelo de masculinidad en el que nos moldean.

La violencia nos acompaña desde antes de tener conciencia, y se mantiene a nuestro lado durante toda la vida. Violencia para ser más fuerte, violencia para competir, violencia para demostrar, violencia para ganar, violencia para morir y enfermar. Violencia para delinquir, violencia para violar la libertad, la voluntad, y el cuerpo de los demás. Violencia incluso para amar. La mayoría de los hombres no sabemos amar, y en el amor buscamos dominar. Nuestro amor es dañinamente posesivo, inseguro, y tóxico. Ejercemos jerarquía, poder, y control sobre la persona a la que creemos querer. Hasta nuestras relaciones sexuales las basamos en la violencia, la fuerza, y no en la empatía y la ternura.

Por eso no somos capaces de soportar undesengaño, de admitir que se altere ese orden “natural” en el que nos sentimos protegidos y seguros. Nos asusta el futuro, la soledad, y la incertidumbre, sin alguien sobre quien proyectar nuestros temores, y nuestro poder. Nos queremos mal, y  así es muy difícil que podamos querer bien.

Es tanto lo que tenemos que descubrirnos los hombres, y tan alta la valentía necesaria para hacerlo, que nuestro cambio es y será muy lento. Si miramos a las mujeres podemos aprender mucho de ellas.

Hoy mientras tomaba un café, esperando a que una de mis hijas saliese de sus clases, observé como las dos camareras de la cafetería donde estaba, se abrazan, sin vergüenzas, ni estúpidos límites, e imagine si esa escena era posible hoy entre los hombres, hombres heterosexuales como yo. Y creo que no, no aun no somos capaces de algo así, nuestro maldito traje masculino y patriarcal nos lo impide.

Porque como dice Ritxar Bacete en su libro Nuevos hombres buenos, “como ustedes comprenderán señores, dejar de ser dioses para pasar a ser mortales, no es tarea fácil”. No estaría mal entonces, que comenzásemos por preguntarnos, los hombres, con ganas de saber, ¿Quién soy yo?

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