A finales del siglo XVIII, acorde con los tiempos convulsos que se vivían, el modelo de formación superior de Europa continental vivió un cambio revolucionario. En Francia, las Grandes Écoles napoleónicas toman el relevo a un sistema universitario de inspiración medieval, que se seguía resistiendo a que la Ilustración entrara por sus vetustas puertas. La incipiente revolución industrial dejó claro a los nuevos gobiernos, que en el continente iban sustituyendo a los del Ancien Régime, que el conocimiento debía estar al servicio del Estado y del avance de la sociedad.
El ministro Wilhem von Humboldt (hermano mayor de Alexander von Humboldt, el naturalista, geógrafo y explorador) emprende también en Prusia un profundo cambio en la educación, que culmina en 1810 con la fundación de la Universidad de Berlín. La reforma, que conectaba con los ideales de una clase media creciente y educada, tenía como objetivo fomentar la autonomía personal y la libertad individual en base a una formación humanista, fundamentada en la lógica, la razón y el empirismo, en un entorno de libertad académica, que combinaba integralmente la investigación más avanzada con la docencia y el estudio, y tenía un planteamiento mucho más ambicioso que la mera formación para el ejercicio de actividades profesionales. La nueva universidad estaba llamada a algo más que a transmitir y generar saber: tenía que jugar un destacado papel en el liderazgo del cambio, aportando respuestas (y preguntas) de fondo a los problemas de la sociedad, en sentido amplio.
El éxito del planteamiento, y su generalización en Europa a través de sistemas universitarios estatales públicos, sentó las bases de un liderazgo político y tecnológico europeo que ha durado casi dos siglos, extendiéndose el modelo a escala global. Por un lado, la formación avanzada proporcionaba unos profesionales de muy alto nivel, cuyo primer beneficiario era el propio Estado, que podía contar así con cuadros de primerísima categoría (y en ellos se basaron los imperios más recientes). Por otro, pronto resultó evidente el impulso que se podía dar a la generación de nuevo conocimiento aplicado, sistematizando el esfuerzo investigador y canalizando a él fuertes inversiones sólo al alcance de los estados o de grandes corporaciones empresariales, que empiezan a adquirir ya en el siglo XIX un carácter transnacional. Hoy hablaríamos de “innovación”, concepto que, de manera atinada, la Fundación COTEC define como “todo cambio, no sólo tecnológico, basado en el conocimiento, no sólo científico, que genera valor, no sólo económico”. Se ponían así los cimientos de lo que hoy conocemos como sociedad del conocimiento.
Durante los siglos XIX y XX, este nuevo modelo europeo de universidad –pública, como decimos– adquirió también, poco a poco, la consideración de “ascensor social” al que legítimamente debían poder acceder en condiciones de equidad todos los ciudadanos con capacidad suficiente. La demanda social obliga a los gobiernos ampliar y a abrir los sistemas universitarios, incluyendo programas de ayudas y becas para el estudio. De hecho, en muchos países de la Europa continental, los estudios universitarios son hoy gratuitos o con precios de matrícula simbólicos.
En España el relato es parecido, añadiéndole las dificultades y conflictos de nuestra convulsa historia en los dos últimos siglos. Desde mediados del siglo XIX, primero el Plan Pidal y luego la Ley Moyano buscan impulsar un cambio siguiendo el nuevo paradigma, pero acelerando el control centralizado de las universidades, de los planes de estudio y de los docentes universitarios por parte del gobierno. Esta confusión entre el interés del Estado, que se debe plantear en el largo plazo, y el interés de los gobiernos, que miran a la coyuntura y al corto plazo, no fue privativo de España. La controversia en torno a la autonomía universitaria, la libertad de cátedra y la libertad de investigación y estudio ha sido permanente.
Nuestra Carta Magna de 1978 elevó estas cuestiones al rango constitucional, y desde entonces el Sistema Universitario público español se ha modernizado hasta ser equiparable a nuestros referentes europeos más importantes, plenamente integrado en el Espacio Europeo de Educación Superior y con presencia en los más importantes programas de investigación e innovación transnacionales a escala europea y mundial.
Sin embargo, más recientemente en España se está poniendo de manifiesto un cambio estructural de modelo, que nos aleja de Europa. Desde la aprobación de la última universidad pública, la Universidad Politécnica de Cartagena, en 1998, se han creado 27 universidades privadas. El aspecto que considerar no es tanto la dicotomía pública y privada, aunque, como decimos, la multiplicación de instituciones privadas es sintomático. El problema fundamental es la falta de calidad.
Estas nuevas instituciones, en muchos casos autorizadas con informes académicos desfavorables, han sido aprobadas sin contar con análisis razonables de necesidad y oportunidad por parte de las autoridades políticas, deviniendo, en algunos casos, en meros negocios, a veces con claros componentes especulativos. En muchas ocasiones, la cuestión ha derivado a debates exclusivamente técnicos sobre la libertad de creación de centros que ampara la Constitución, como si los poderes públicos no pudieran (y debieran) ejercer su función de control y programación de una actividad que es y debería ser considerada como esencial. No en vano, la creación de cualquier universidad requiere autorización por ley. El riesgo de que la educación superior en nuestro país se convierta, o se haya convertido, en términos prácticos, en un espacio comercial es real.
Centrados a veces puramente en la citada disquisición público-privado, se está perdiendo de vista el debate de fondo. Un debate que debiera centrarse en cuál es el rol que corresponde (y debe asumir) un auténtico sistema universitario; en cuál es su función social (incluso económica); y, si en base a ello, el sistema universitario está dando respuesta adecuada a lo que demanda realmente la sociedad (y si los poderes públicos están comprendiendo y permitiendo su desarrollo a través del respeto a su autonomía y de la atención a su financiación suficiente).
A la universidad le corresponde una función formativa evidentemente. Es la principal encargada, junto a la formación profesional, de la educación superior. Pero no queda ahí. No puede olvidarse que el sistema universitario es quien asume casi en exclusiva la investigación y la creación de conocimiento en nuestro país. Junto a otros organismos, como en el CSIC, o el propio sistema nacional de salud (también muy necesitado de atención), que precisamente van de la mano de las universidades, conforman el auténtico (y prácticamente único) sistema de ciencia (de generación de conocimiento) nacional. Y, además, le corresponde la función de llevar esta investigación, tanto básica, como aplicada, al sector productivo a través de la necesaria transferencia del conocimiento. Estos tres aspectos (formación superior, investigación y creación de conocimiento y transferencia al ámbito productivo y social) son los que deben conformar la necesaria comprensión, protección y exigencia a un sistema universitario. En ellos se centran el protagonismo y el liderazgo que debiera reconocérsele y asignársele al sistema universitario. Y solo en base a ello podrán asumir la capacidad real de transformación social y económica que le corresponde.
Sin embargo, la respuesta ha sido, como en tantas otras cosas, deficiente. Por ejemplo, habría que preguntarse (la respuesta podría ser fácil) si el marco normativo reciente, y el que está en fase de tramitación, da respuesta a las necesidades del sistema; a las exigencias que la sociedad debiera demandar de un sistema universitario. Pero a estas deficiencias tampoco ha sido ajeno el propio sistema universitario, que debe partir de la autocrítica y la autoexigencia que forman parte de su genética.
El avance de universidades sin calidad es un síntoma (desgraciadamente, no el único) de una grave patología de fondo. Los responsables políticos parecen estar rompiendo en la práctica con el modelo universitario global y transversal que, como decimos, es creador principal de conocimiento en nuestro país, al que le corresponder una función clave de la formación superior de la ciudadanía –fundamental, aunque no exclusivamente, joven- y al que debiera asignarse un rol esencial en la transformación del modelo económico.
En definitiva, la cuestión principal es reconocer la función corresponde al sistema universitario. Una función que solo es posible desarrollar desde el reconocimiento de su labor, desde la exigencia que impone la excelencia a la que debe aspirar (comprendida como afán constante de mejora basada en la autocrítica) y a partir de una programación general que implique a estos aspectos expulsando cualquier pretensión, expresa o no, que no sea compatible con el interés general y la búsqueda del bien común. Cuidemos el sistema universitario. Si entre todos devaluamos la fuente principal de creación y transmisión del conocimiento superior, no avanzaremos como sociedad, ni crearemos el valor añadido que requiere una auténtica transformación económica. Y algunos estarán felices.
