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Para ser representante de la gente que te ha votado, debes cambiar lo que eres por lo que otros consideran que debes ser. Si no se quiere ser insultado, mirado por encima del hombro o tratado con desprecio.

El entorno habla. Él te dice lo que debes parecer, basta con mirar atentamente a tu alrededor y decidir a quién copiar. Proceder ad hoc está en tu mano siempre que seas una persona de bien, comprometida con el orden establecido. Lo contrario no procede, es propio quizás de animales, de seres irracionales. No en vano, el convencionalismo social es pura razón, está ahí por algo. Funciona, demonios, funciona.

A mediados de los setenta, el imprescindible José Luis López Vázquez protagonizó una serie de éxito que muchos ‘viejóvenes’ patrios guardarán seguro en la memoria. Bajo el prometedor título cromático de “Este señor de negro”, el personaje principal, Sixto Zabaneta, se enfrentaba a la España cambiante de su época desde el oscurantismo arcaico que comportaba el tono de su atuendo. El señor Zabaneta —una genial criatura de Mingote— se asombraba a cada paso por el cambio de costumbres imperante en un país al que ya iba costando trabajo reconocer. El caballero era viudo, de madrileña cuna y regentaba una platería en la castiza Plaza Mayor. Era, como cabe esperar, de buena familia y gozaba de una posición acomodada. En cada entrega de la serie, el bueno de don Sixto conversaba con el cuadro (animado) de su abuelo —al que da vida, por supuesto, el mismo López Vázquez— y buscaba en él la comprensión y el consejo ante la avalancha de modificaciones que venía sufriendo la vida social. Estos días ha venido a mi memoria el capítulo tercero de esta delicia televisiva. Llevaba por título “Las apariencias” y en él se mostraba de un modo bastante gráfico la decadencia y ridiculez que traía consigo el cumplimiento de una fachada entre las esferas medio-altas. Una mañana, don Sixto se cruza con un viejo amigo por el parque. Se sorprende al verlo ataviado de gala pese a estar sentado en un banco de El Retiro dando de comer a los pájaros. Él le explica apocadamente y no sin rubor que el motivo de tan peculiar comportamiento es que la portera de su edificio lo vea salir así de casa y pueda comentarlo con el resto de los vecinos, siendo esta una práctica de lo más habitual. Sixto, pasmado, resume la esperpéntica situación de su colega dispensándole la siguiente sentencia: “así que te has puesto el chaqué para no ir a una ceremonia del Ministerio donde no hay que llevar chaqué”. Y eso era exactamente lo que el amiguete había hecho solo para guardar unas absurdas apariencias de no se sabe muy bien qué, impuestas por no se sabe quién.

Estas últimas semanas hemos asistido a un fenómeno similar, a pesar de que nos separen más de cuarenta años —juguetona la cifra— de aquella secuencia jocosa. Resulta que hay una apariencia deseable, estándar, reglamentada, consensuada no se sabe tampoco por quién, para trabajar en un trabajo que no tiene uniforme. Resulta que para ser representante de la gente que te ha votado, debes cambiar lo que eres por lo que otros consideran que debes ser. Si no se quiere ser insultado, mirado por encima del hombro o tratado con desprecio, lo mejor es cortarse el pelo, colocarse la chaqueta y no levantar mucho ni la cabeza ni la voz. Ya alertaba Sabina de los peligros manifiestos de la lengua muy larga y la falda muy corta. Claro, te arriesgas a que no te tomen en serio, si es que te lo estás buscando. Además, hay un momento en la vida en que el encuentro con el traje es casi inevitable, natural. Te lo pide el cuerpo, hombre. Un momento en el que hay que tomarse la vida en serio. Y ese momento llega a los 10 años. Eso nos muestra Sixto Zabaneta en el capítulo décimo de la serie de su vida. Su sobrino va a hacer la comunión y él se encuentra ante la diatriba de regalarle el correspondiente trajecito de gala, pero con estupor le plantea al retrato de su abuelo la posibilidad de que el niño comulgue con una ropa corriente, vestido de niño. Entonces, se inicia una conversación entre ellos que, por ilustrativa, merece la pena traer hasta el lector: “La apariencia es muy importante, te lo he dicho muchas veces, nieto. ¿Por qué no va uno a poderse poner el traje adecuado para cada ocasión?” / “¿Y cuál es la manera adecuada?” / “Pues la que establece la costumbre. Eso es lo que significa el orden, hijo” / “Pero las costumbres cambian…” / “Sí, cambian pero lentamente y con mucho tiempo. Cambiar una costumbre de manera radical no implica sino el desorden y la anarquía”. 

Don Sixto convence a su sobrino de que no debe recibir a Jesús vestido de almirante dado que él no es un almirante y eso supondría mentirle a Dios. El jovencito lo entiende a las mil maravillas y decide hacerlo vestido de sí mismo. Eso, que un niño de 8 años de la época tarda unos minutos en comprender, parece muy distante a las mentes supuestamente pensantes del presente. Hoy en día, por lo visto, resulta más honroso responder a la norma, a las apariencias, ataviado con un traje a medida de dinero estafado a la gente a la que se dice representar. Mientras la portera no sepa que el trajeado era un ladrón y pueda hablar solo del traje… la cosa va bien, no se despendolan las conciencias, ni impera la anarquía. En su lugar, puede reinar un sosegado, civilizado y metódico saqueo. Siempre que no se ensucie el regio entorno con perros y con flautas, no habrá problema.

Cuando Televisión Española estrenó Este señor de negro era el 8 de octubre de 1975. Cuando emitió el último episodio, 28 de enero de 1976. Entre medias, ocurrieron muchas cosas en ese país en sombras. En medio de ese periodo se nos comenzó a morir la hipocresía. Lamentablemente, aún hoy los hay que prefieren perros atados con longanizas pagadas con el erario que se nos roba a los parias, antes que perros que parezcan perros, antes que niños vestidos de niños. Debe ser cosa de la portera.

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