Fotograma de la película 'Fortunata y Jacinta' (1.980)
Fotograma de la película 'Fortunata y Jacinta' (1.980)

Este año se ha celebrado el centenario de la muerte de D. Benito Pérez Galdós, el mejor escritor en lengua española después de Cervantes, una efémerides que quizás ha quedado un poco oscurecida por la pandemia del Covid. Por eso me gustaría terminar el 2020 con un recuerdo para su vida y su obra y, dentro de ésta, para los inolvidables personajes femeninos que nos dejó su pluma, como Fortunata, Tristana, Marianela, Isidora, Benina, Electra, la Amparo de “Tormento” y tantas otras protagonistas -o figuras secundarias- de sus novelas y obras de teatro.

Con ellas subrayó los males de la anquilosada sociedad de su época, la segunda mitad del XIX y principios del XX, en particular el opresivo dominio de una poderosa oligarquía y un rígido clericalismo. Era una sociedad paternalista con las mujeres, en la que éstas, según se afirma en una de sus obras, sólo podían ser esposas y madres, actrices de teatro o prostitutas. Nosotros añadiríamos: también monjas, casi siempre sin vocación. No había otras opciones, porque no se aceptaba que pudieran ser independientes económicamente.

La mayoría de las mujeres galdosianas pertenecen al pueblo, -quizás por eso acudieron en masa al entierro del autor canario-, son fuertes, sacrificadas, luchan por su supervivencia en un mundo de hombres, imponen muchas veces sus ideas y se adelantan a su tiempo. Según Francisco Cánovas, autor de una reciente biografía del escritor, D. Benito, que fue liberal y republicano, defendía que la regeneración de la sociedad española pasaba por que la mujer se empoderase y ocupase el lugar que le correspondía en la vida pública. Aunque también es cierto que era un liberal de su tiempo, y al final mostraba una respetuosa moderación hacia los convencionalismos sociales.

El grancanario no llegó a casarse nunca, pero es bien sabido que, aunque tímido, era un hombre pasional, enamoradizo y también mudable en sus amores. Amó mucho y muy intensamente, pero fue siempre muy reservado con su vida íntima. Es muy probable, sin embargo, que muchos de los lances amorosos y tipos de mujer que aparecen en sus obras tengan que ver con sus propias experiencias.

Es bien conocida su relación con Emilia Pardo Bazán, defensora acérrima de la libertad femenina, pero tuvo muchas otras relaciones, a veces simultáneamente, entre las cuales las más importantes fueron las que mantuvo, además de con la Pardo Bazán, con su prima Sisita, un amor contrariado de juventud, con Lorenza Cobián, madre de su hija María, con Concha-Ruth Morell, que se declaraba anarquista y feminista radical, y con Teodosia Gandarias, su último y crepuscular amor. Todas ellas le proporcionaron la compleja comprensión del alma femenina de que hace gala en sus obras.

Hay que subrayar que, a pesar de que en algunos casos muestra ejemplos de violencia física contra las mujeres -el marido que mata por celos a la esposa o incluso el padre que mata a su propia hija-, lo que más denuncia el escritor es la violencia estructural, es decir, la que ejerció en su conjunto contra ellas el tipo de sociedad que les tocó vivir: matrimonios forzados y decididos por los padres con hombres mayores, ingresos también forzados en conventos de clausura, dependencia siempre de alguna figura masculina y en definitiva, absoluta ausencia de autonomía personal, lo que les lleva en no pocas ocasiones a la miseria material y moral.

Se ha escrito mucho y bien sobre las mujeres de Galdós, por lo que humildemente sólo voy a destacar aquí a dos figuras femeninas que me han llamado la atención a lo largo de la lectura de esa obra inmensa y genial, cuya lectura recomiendo vivamente, que son los Episodios Nacionales.

Ninguna de las dos es una figura central. La primera aparece en un pasaje  donde el escritor, con sus habituales ironía y sentido del humor, pretende claramente contraponer el tipo de vida de la mujer extranjera, avanzada, culta y moderna, con el de las nacionales, ancladas todavía en los modos ancestrales y pacatos que promovían el estamento eclesiástico, el catolicismo ultramontano y la ignorancia imperantes.

La podemos encontrar en el nº 10 de los Episodios, el titulado “La batalla de los Arapiles”, el último de la primera serie. En este episodio el ejército inglés al mando de Lord Wellington se mueve por nuestra tierra como aliado contra la invasión napoleónica. Los españoles se extrañan muchísimo de que las mujeres de la Gran Bretaña acompañen a sus maridos, padres o hermanos en estos asuntos bélicos, a diferencia de los franceses, quienes sólo traen a “mujeres de mala vida”.

Entre las damas inglesas viene una joven hermosa, rubia, esbelta y de ojos azules, cuyo hermano, al que acompañaba, ha muerto en el campo de batalla. Pero ella quiere conocer por sí misma las costumbres de un país considerado entonces exótico. Se trata de “Miss Fly”, o sea, “miss Mosquita” o algo así, aunque su nombre es Athenais. Pinta iglesias, castillos y ruinas en un cuaderno de dibujo que trae consigo, escribe todo lo que pasa, lee romances, visita las posiciones de vanguardia antes de la batalla y los hospitales de sangre después. Conduce sola su propio coche de caballos y, para más inri, es soltera, cosa impensable para la mentalidad española de la época. El protagonista la considera mujer “de costumbres libres”, pero al mismo tiempo está confundido al observar lo bien considerada que está entre sus compatriotas.

El coche de la dama se despeña por un barranco y al resultar herida, es trasladada a una casa de la comarca, donde se le ofrece un pedazo de pierna de carnero, sopas de ajo, chocolate o salmorejo con guindilla. Miss Fly responde de malhumor que no puede comer eso y que sólo quiere un poco de té, pero la señora de la casa considera que esta bebida es un “enjuagadero de tripas” y reprende a su marido por admitir en su hogar a “herejes luteranos y calvinistas”. Los lugareños no saben lo que es el té, que alguien define como “unas hojas arrugaditas y negras”. El mozo a quien se encomienda la tarea no sabe prepararlo y le lleva un “mejunje” con canela y clavo del que la inglesa se ríe hasta que por fin le preparan uno más o menos “auténtico”.

Una costumbre que causa estupor al oficial español que se ocupa de ella es que en Inglaterra “las señoritas salen solas a paseo y viajan solas o acompañadas de cualquier galancete”, sin importar que sea su novio o no, lo que corrobora la dama, a lo que él replica:

“ ¡Pero estamos en España, señora, en España! Usted no sabe bien en qué país se ha metido.”

La segunda figura femenina que se sale de lo común es la monja que aparece en el Episodio nº 18 de la Segunda Serie, el titulado “Un voluntario realista”. Se trata de sor Teresa de Aransis, que ha profesado y vive en un convento de clausura, el de San Salomó, en Solsona. Mujer joven y de gran belleza, si de adolescente creyó sentir la vocación, con el tiempo lleva mal el vivir encerrada entre cuatro paredes, se resigna pero se aburre, lee mucho, se acicala en su celda y es objeto de las envidias de otras religiosas. Es una monja demasiado mundana.

Un chaval que se ha criado desde pequeño en el convento como sacristán y al que llaman “Tilín”, por ser el encargado de tocar la campana, cuando se hace un hombre se convierte en voluntario realista, es decir, encabeza una de las muchas partidas que hacían la guerra por su cuenta en Cataluña -como en Navarra y Aragón- a favor de la monarquía absoluta de Fernando VII. De muchacho dócil y callado se ha convertido en un gañán feo, atroz y cruel. Como atroz es también su enamoramiento y desmedida inclinación hacia la monja, tan hermosa como inalcanzable para él.

En una vuelta de tuerca, Jaime Servet, liberal de muy buena planta, perseguido y herido busca refugio en el convento de San Salomó y en su huida va a parar a la celda de sor Teresa, que se cree ya a salvo de las acometidas de “Tilín”. Después del miedo inicial y de una larga noche de conversación, la hermana se enamora perdidamente, un sentimiento que no había experimentado en su vida. El masón es descubierto y condenado a ser fusilado al amanecer, pero sor Teresa se las arregla para convencer al atroz, creyente y entregado Tilín de que sustituya al otro -al que no conocen personalmente- en el ajusticiamiento, con lo que ganará el cielo y su eterno agradecimiento.

Podemos relacionar este personaje con el de la monja retenida a la fuerza en un convento, caso real de la época que inspiró la galdosiana obra de teatro “Electra”, estrenada en 1901, obra que causó un enorme escándalo en nuestro país y fue traducida y representada ampliamente fuera de nuestras fronteras. En ella se enfrentaban ya, como ocurriría 35 años después, dos ideas totalmente contrapuestas de España. Galdós abogaba por la supresión del fanatismo religioso y de unas costumbres obsoletas, pero el Vaticano -se dice- utilizó el supuesto anticlericalismo de la obra para impedir la concesión del premio Nobel al escritor.

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