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El repetidor de luz que descansaba sobre uno de los muros de mi casa —la casa donde me crié— era el encargado de anunciar la oscuridad en todo el barrio con un fuerte chasquido que sonaba a hueso roto. Tras la detonación sólo quedaba iluminado, con una luz de emergencia azul clínico, el panel de Peligro de Muerte con su hombre electrocutado cayendo sobre un horizonte triangular y rojo. Hasta el zumbido magnético proveniente de las entrañas de la torre y que acompañaba a diario nuestras conversaciones se diluía con la primera descarga del temporal.

Pero antes de que reinara la oscuridad en la barriada las madres mandaban a sus hijos a comprar velas..., llenando de niñas y niñatos la única tienda de la barriada que minutos antes de que se presentara la consabida tormenta de Cádiz había estado vacía, como cada tarde, a excepción del trapicheo de aquellas vecinas que no sabían ni querían saber nada del centro de Jerez salvo para ir a una misa de difuntos o visitar un familiar cercano que había hecho carrera años antes.

Con las velas de parafina en una mano y la tormenta ya sobre mi cabeza recorría de vuelta el trecho que distaba de la tienda hasta mi casa..., la última del barrio. Muchas veces las primeras gotas y las puertas cerradas me anunciaban, ya en la calle, el esperado apagón y otra cena de invierno -a base de caldo de puchero y huevo duro- a la luz de las velas.

No era yo de tener miedo —tal vez por eso me tenían como recadero— pero sí que me gustaba llegar a casa aún con las farolas de las calles encendidas y que mi padre —que nunca fue de bares ni de ventas de carretera— tuviera tiempo de colocar la cera en las esquinas del salón antes de que la noche se hiciera todavía más noche. No había para llenar de velas la casa..., y cuando uno de nosotros necesitaba ir al servicio tenía que hacerlo acompañado de la llama de uno de los cirios como un Quijote, en blanco y negro, pero con pijama de Naranjito y unas zapatillas de rombos en mi caso.

Luego quedaba hablar..., hablar de aquel achuchón en el muslo bajo la mesa de la cabaña, del primer beso del cincuenta y ocho bajo la atenta mirada de una familia entera, del miedo y de las guerras que se perdieron, de malos curas y otros hombres buenos, de las cunetas, de la fuerza extraordinaria de mi tía Rafaela que salvó a mi padre de emigrar a Alemania, de aquella foto del bisabuelo gitano con barba blanca y ojos negros...

Hablar y hablar hasta que se alejara la tormenta o hasta quedar saciados de vida y palabra porque había noches en las que mis hermanos y yo debíamos ir a nuestras camas a oscuras..., mi hermano con su orinal rosa y yo con los escombros de una vela que colocaba cuidadosamente a los pies de la puerta del dormitorio.

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