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Esta es la esencia del parlamentarismo y de la política: buscar consensos, acuerdos, dialogar hasta llegar a un punto en el cual se pueda conseguir un Gobierno estable y duradero.

Hago mía la expresión que titula este artículo, acuñada por el profesor Manuel Aragón, para tratar de arrojar un poco de luz a la situación que hemos vivido la última semana, a raíz de la investidura fallida del candidato a la Presidencia del Gobierno, Mariano Rajoy.

Los constituyentes de 1978 establecieron en nuestra Constitución un sistema parlamentario racionalizado, esto es, un régimen donde el Parlamento debería ser el centro del debate político, pero con unas mayores competencias reservadas al Ejecutivo y, en concreto, al Presidente del Gobierno. La mayor de las diferencias entre un sistema parlamentario y otro presidencialista es que, en el segundo de ellos, la figura del Jefe de Estado y de Gobierno se elige directamente por los ciudadanos, a través de las urnas, mientras que en el primero ello no ocurre, sino que ha de obtener la confianza del Parlamento para poder ser Presidente del Gobierno. Si queremos establecer alguna referencia que nos pueda servir como ejemplo, probablemente, el principal país presidencialista sea Estados Unidos, mientras que el país con una tradición parlamentarista más arraigada sea Dinamarca.

Yendo a España, el artículo 99.2 de la Constitución es claro al disponer que el candidato a la Presidencia del Gobierno ha de solicitar la confianza de la Cámara a través de la exposición de su programa político en un debate de investidura en el Congreso de los Diputados. Es muy importante hacer pedagogía en este sentido para que la ciudadanía comprenda que, en todo caso, es responsabilidad única del candidato designado por el Jefe de Estado la capacidad para formar Gobierno.

Sin embargo, lo que ha ocurrido en nuestro país, hasta las elecciones del 20D y del 26J, ha sido que nos hemos encontrado con mayorías absolutas o mayorías relativas fáciles de solventar con el apoyo externo de algún partido minoritario, sin que realmente haya existido una tradición parlamentarista como tal. A su vez, nos hemos encontrado con un desplazamiento del centro de la política del Parlamento al Ejecutivo, hasta tal punto de que la elaboración de las leyes ha sido protagonizada, principalmente, por el Gobierno en vez de por el Poder Legislativo, a través de los Decretos-Leyes. Todo ello también propiciado por los partidos políticos, los cuales utilizan las campañas electorales para promocionar a su líder, al candidato a la Presidencia del Gobierno, en vez de tratar de acercarse un poco más a la ciudadanía y visualizar a sus candidatos a diputados, que serán, en último término, los que elijan los votantes en la circunscripciones electorales, costumbre que, por cierto, debería modificarse para, entre otras cuestiones, tratar de solventar la crisis de la representatividad de nuestras instituciones y acercar los representantes a los representados.

Lo anteriormente dicho ha traído como consecuencia que, cuando acudimos a las urnas, votemos más en clave presidencial, escogiendo una opción política en la cual mostramos quién queremos que sea Presidente. De esta forma, es muy difícil tratar de explicar por qué ahora los partidos políticos han de ceder y tratar de seducirse los unos a los otros para formar un Gobierno de coalición.

Si quisiéramos aprender qué es parlamentarismo, las televisiones deberían programar la serie danesa Borgen. Sin ánimo de hacer ningún spoiler, en la primera temporada se observa cómo Birgitte Nyborg, protagonista de la serie, consigue ser Primera Ministra sin que su opción política, el Partido Moderado, haya logrado obtener la mayoría de los votos. Mucho más allá de eso, el partido más votado, los laboristas, la proponen como candidata de consenso, aunque en el Gobierno presidido por los Moderados la mayoría de responsabilidades las ocupen los propios laboristas, reservando, a su vez, alguna cartera para Los Verdes. Esta es la esencia del parlamentarismo y de la política: buscar consensos, acuerdos, dialogar hasta llegar a un punto en el cual se pueda conseguir un Gobierno estable y duradero, sin imposiciones. Se podrían plantear también otras alternativas normativas, como la de reformar el Reglamento del Congreso de los Diputados en el sentido de que se obligara a los diputados a escoger entre los dos candidatos con mayor respaldo parlamentario, pero entonces, considero, se perdería la verdadera esencia del parlamentarismo.

Mariano Rajoy no ha sido capaz de lograrlo. No ha sido capaz de seducir al PSOE para que se abstenga, ni a ningún otro partido político a excepción de Ciudadanos, Coalición Canaria y sus socios electorales, UPN y Foro Asturias. Es probable que después de las elecciones vascas y gallegas la situación cambie, teniendo en cuenta que, quizás, el PNV necesite del apoyo del PP para gobernar en Euskadi, pero aún así los números siguen sin dar, a no ser que el PSOE cambie su postura. Es este partido, precisamente, el que ha de aclararse y explicar a los españoles cómo pretende evitar terceras elecciones. Aplaudo que no permitan un Gobierno del PP con su abstención pero, en tal caso, sólo quedan dos opciones: la primera, tratar de formar un Gobierno progresista, donde se incorporase Unidos Podemos y apoyado puntualmente por nacionalistas vascos y catalanes (partidos como ERC ya han dicho que estarían dispuestos a explorar esta vía) o, en caso contrario, terceras elecciones. Esta sí que es una responsabilidad de Pedro Sánchez y, probablemente, como el pasado viernes expresó Pablo Iglesias desde la tribuna de oradores, si vamos a unas terceras elecciones, puede que esta sea la última vez que el PSOE tenga la oportunidad histórica de liderar un Gobierno de corte progresista. En poco tiempo sabremos si lo aprovechan. 

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