De las palabras

Francisco J. Fernández

Francisco J. Fernández (San Sebastián, 1967). Doctor en Filosofía. Ha sido profesor en la Universidad de Jaén e investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de secundaria. Sus últimas publicaciones: Lycofrón. Diario de clase y El resto de la idea.

De las palabras. Diccionario de la lengua castellana. RAE. 1726-1739
De las palabras. Diccionario de la lengua castellana. RAE. 1726-1739

Hace tiempo que me desengañé de luchar por el significado correcto de las palabras, incluso si lo tienen. Ganar esa batalla es casi siempre una victoria pírrica, al margen de que, en última instancia, vencer en la misma no depende de los argumentos empleados, sino de la relación de fuerzas enfrentadas. Y yo tengo muy pocas ya. ¡Que luchen por sus propias palabras los que tengan algunas más! ¡Que breguen y porfíen por auténticas libertades, por genuinas justicias, por legítimos derechos, quizá de esa manera se compruebe la falsedad de lo que se hace pasar por ello! Aunque ya puestos, lucharía yo también por una verdadera verdad, lo que no sé si me lo aceptarían o me mandarían a freír espárragos. Les deseo suerte, en todo caso, pero sobre todo magnanimidad, si por un casual vencen. Cuando un significante se impone en batalla, pasa inmediatamente a significar bueno (pasó en tiempos con real, con científico, con democrático; está pasando ahora con natural, ecológico o feminista), haciendo que malo se extienda a todo lo demás (claro: omnis determinatio est negatio). En fin, no sé hasta qué punto se dan cuenta de que tal estrategia significadora (o resignificadora) no es sino una modalidad más pero particularmente irritante del discurso del Amo, siempre dispuesto al control semántico, a convertirse en policía de los significados, etiquetador de lo que las palabras no tanto quieren sino deben decir. Muchos filósofos se prestan a ese juego en vez de dedicarse a disolver con ácido volteriano esas grandes palabras (o chicas, que también las hay). Deberían saber que muchos lingüistas consideran que las unidades que reconocemos como palabras no son sino frutos discursivos escritos, no unidades lingüísticas, id est, resultados de procesos culturales, no de creaciones de la lengua. No en vano declinar una palabra era apartarla de su rectitud, consistía en inclinarla, porque se suponía (¡esa es la ensoñación!) que había un caso privilegiado: el que nominaba. Pero no, son como lexicógrafos prescriptivos, ahítos de diccionarios, cuando resulta que el léxico es la parte menos interesante de una lengua: una guardarropía donde van entrando (y saliendo) palabras con significado (pues también están las que no lo tienen, esas me gustan más), significados que no son sino imágenes acústicas con que nuestras cabecitas se van haciendo ideas de las cosas (de las unidades indeterminadas del mundo en que estamos), de tal forma que, ya bien nutridos de esas ideítas, creemos con inocente hipocresía de actores consumados poder referirnos buenamente a eso que tenemos ahí delante o ahí detrás, aquí adentro o ahí afuera. Y hasta empezar a sustituirlo por las mismas: ¡como ya tenemos la etiqueta del guardarropa, pues ya tenemos el abrigo! Vale, lo acepto, puede que no se entienda lo que digo, me pasa mucho, de hecho. ¿Solución? Pues nada, pararse a pensar un rato; seguro que no encuentras en un diccionario la respuesta a tus incomprensiones.

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