Una de cantores
Una de cantores

Le dicen la casa Quemá.

Allí está, quieta en lo alto de la loma, con la puerta abierta de par en par. Por ella, durante el día entra el sol. De noche, las nubes y las ratas. La alberca, en un costal, recuerda veranos de uva temprana y cigarra obrera. Parece que no pero con esas dos alitas que tú ves son capaces de atravesar mares enteros resuena en los brazos de las pitas. La chumbera, en cambio, muerta como todas.

Un pino viejo, con arrugas de abuelo, todavía guarda fuerzas para soportar los vientos que llegan racheados del océano cercano. Si vas de madrugada, cuando las ratas, oirás sin dificultad el mar que se tardó en descubrir. Es como si conversaran entre ellas las estrellas graves pero no son ellas sino el mar. Los astros ya no tienen nada que decirse.

Pues allí, donde ahora es olvido, se vivía. Se vivía porque acabó confesándomelo él..., mucho antes del incendio. De hecho, lo del fuego nunca llegó a saberlo porque ya había fallecido. Una tarde me contó su historia y la de su familia, a mí que no soy de preguntar por no molestar, pero se le veía con la necesidad de hacer carne de la memoria; la misma persona que se orgullecía, eso me contó, de poder vivir sólo de dos cosas: del sol y de la lluvia.

Lo conocí gracias a mi perro. Por un pájaro cruzó el canal y se adentró en sus viñas. No son mías. En tó caso, seré de ellas. Están aquí antes que yo.

Al llegar a su casa me llamó la atención la guitarra. Estaba colgada de la rama de una higuera. Se balanceaba con la brisa de nuestras palabras. No sé tocar pero me hubiera encantao y me invitó a que me sentara junto a la mesa. Era reconfortante ver cómo el perro jugaba con los animales invisibles.

El vino que me sirvió, sin preguntar, me contó que lo sacaba de la parra. La misma que dibujaba, ayudándose del sol, arabescos en los muros de su casa. Mi mare me regaló tres pasas pá unas navidades me reveló entre sorbos. A la guitarra le faltaban dos cuerdas y el bordón era una vena corroída por la sal del aire aunque el viejo no la necesitaba para arrancarse a susurrar sus cantes. Desde que murió mi mare, la camisa de mi cuerpo, no tengo quien me la lave. Una sábana blanca, puesta a secar, ocultaba la laguna. Una laguna que si vas puedes guardar en la palma de una de tus manos.

Me habló de sus hijos. Los tres. También de su mujer. De su antes y su después. De que la llevaría siempre con él. Entra en mi pecho y registra hasta el último rincón y el perro, con el cante, se echó a sus pies. La tierra tiene el olor de las personas que se aman.

Se parece a mi tío Gaspar. Digo se parece porque hay personas que nunca se van por más que el tiempo diga lo contrario. Camiseta blanca, de algodón y de tirantas. Un pantalón ceniza y babuchas de tela y esparto. Por los rincones me meto, a voces llamo a mi mare. Se hizo Cádiz un jirón de voz y yo me hice mundo.

De aquello han pasado unos años pero fue sólo con el incendio cuando comencé a pensar que torpes, nosotros, seguimos pendientes de escuchar al cielo cuando sus estrellas, hace demasiado tiempo, ya no tienen nada que decirse.

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