Pintura de Patricio Hidalgo.
Pintura de Patricio Hidalgo.

Su estampa se imponía en el cuarto. Su estampa y sus años porque ninguno de nosotros, el resto de alumnos que esperábamos ansiosos nuestro turno, superaba los catorce veranos. Él, en cambio, podía decirse que venía del pasado. Sus huesos, los de su clavícula y sus brazos, tenían la edad carbónica de los faraones andaluces.

Una larga cabellera y una barba a lo Camarón lo investían de ciertos regustos monárquicos que luego sus zapatos gastados, aunque de charol, echaban por tierra. Aún así le alcanzaba. Nosotros en aquellos años, los niños del tercer estado, estábamos condenados cada mes al corte militar de nuestras madres. Un tijeretazo seco y rudo en el flequillo para evitar que tropezáramos en el camino. ¿Ves? / Sí / Pues ea.., listo.

Un oscurísimo lunar en la frente, objeto de toda nuestra atención, favorecía que pudiera estudiarnos sin miedo a delatarse. Y ay de aquel que se atreviera a mirarle los ojos directamente. El pobre era súbitamente condenado a una de sus frases históricas: Tú.., ¿quién te ha puesto el golpeador? / ¿Eh? ¿Yo? No sé.., mi pare habrá sío.

Nada más. Cualquier respuesta le valía para centrarse nuevamente en su guitarra, una del año catapún de cuyo nombre es imposible acordarse, y mejorar ese trébole que se le había quedado encasquillado.

Siempre con la camisa de rayas remangada a la altura de los codos para enseñarnos, como los magos, que no jugaba con trucos. Para eso tenía a un Cristo de la Expiración enorme colgando de su cuello. Y los de mi barrio que únicamente sabíamos del oro por las películas de Indiana Jones.

Cuando él tocaba.., los demás intentábamos no levantar mucho el vuelo. Quillo.., vas a echá fuego sentenciaba cuando sentía más barullo de lo habitual en el cuartichín.

Aunque lo más extraordinario, lo que más llamaba la atención de él, era la uña de su dedo chico, el de la mano derecha. La que ejecuta como diría Paco. Rasgueaba y la veíamos allí, suspendida sobre las cuerdas, inmutable. La conservaba tan afilada y larga que la guitarra, a la altura del puente, no podía esconder sus heridas. Unos arañazos que nos llevaba a pensar en los desafortunados que morían dentro de sus ataúdes. A mí que me quemen.

Su uña, en más de ocasión, me apuntó. No piques tanto o te... parecía amenazarme. Luego, silenciado el cuarto, el faraón sacaba de las entrañas de su instrumento una de esas falsetas de Tomatito o Manolo que se ponían de moda por su facilidad. Con tres notas te monto una catedrá.

En ese momento la escuela se paralizaba para escucharlo. A él y al rudo compás que marcaba con la planta del pie en las grises baldosas de agua. Habría vaciado el Atlántico de haber seguido el día entero.

Estaba también el indescifrable idioma que musitaba con las notas que ejecutaba con dificultad. Golpe de aire y sangre, de alfabeto prehistórico, por cada nota. Como en los discos viejos decían algunos. Era ese rumor marino en tierra adentro más un chasquido de labios al terminar cada falseta.  ¡Quich! Luego silencio hasta El siguiente que gritaban los maestros desde el fondo del pasillo. Y cuando era su turno se levantaba de un salto, como los acróbatas, anclaba lo que le quedaba de Ducados en las telarañas del clavijero y desaparecía feliz bajo la atenta mirada de los artistas muertos. El mismo Sábicas, encerrado bajo un cristal del ochenta y tres, vigilaba sus pasos tras el cuerpo de su guitarra. Sólo el rey de España acompañado de un viejo jeque con gafas negras, en otro marco gris, no le echaban cuenta. Bagdad. Año 1972. Aunque poco le importaría a nuestro protagonista. Estos dos, de guitarra, no entienden una papa se diría.

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