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Recuerdo con mucho cariño los libros de Micho, esas páginas con dibujos pueriles donde te enseñaban las letras y su fonética forman parte de mi infancia. 

Recuerdo con mucho cariño los libros de Micho, esas páginas con dibujos pueriles donde te enseñaban las letras y su fonética forman parte de mi infancia. Recuerdo también cómo empecé a escribir mi nombre y a leer palabras sencillas. Cómo quería interpretar desde el lomo de un libro, hasta la marca de la caja de galletas que estaba desayunando. Progresivamente fui desarrollando un interés por la lectura. Mis padres, que eran habituales de los vendedores de enciclopedias, tenían la casa llena de libros. Con su permiso fui abriendo algunos, mirando los dibujos, leyendo los encabezados, tocando las tapas... porque los libros hay que tocarlos, hay que interactuar con ellos, pasar las páginas rápido, detenerte en la contraportada, acariciar sus relieves, quererlos. La lectura pasó a ser algo nuevo en mi vida, un universo de posibilidades y de imaginación, empezó a serlo todo. Me sentía poderoso como cuando, siendo muy pequeño, descubres que puedes escuchar tus pensamientos y no estás del todo seguro de si los demás pueden escucharte también. Haces la prueba, piensas “¡tonto!”, mirando a tu hermano y él sólo ve que estás poniendo caras raras.

Puedo decir muy orgulloso que seguí el proceso correcto para amar la lectura. Poco a poco fui coqueteando con los cómics de Mortadelo y Filemón (hace poco me di cuenta de esto y quizás tenga algo que ver: “Mortadeloyfilemón”), me gastaba la paga en tebeos, como los llamamos los veteranos, y no hay página de Ibáñez que no haya escudriñado en busca de sus eastern eggs. Empecé a buscar cosas algo más serias y maduras —aunque nunca he abandonado a mis queridos agentes de la T.I.A.— y di con cómics americanos de todo tipo. La lectura formaba parte de mi día a día, era consciente de que muchos de mis amigos no le dedicaban ni un minuto a leer, pero era compatible con la amistad, ya que siempre he considerado la lectura como un acto totalmente íntimo.

Cuando llegué al instituto, y me consta que sigue pasando, en clase de literatura me obligaban a leer una serie de libros bastante aburridos. No niego que hay que conocer los clásicos y sus motivaciones respecto a la época en la que están escritos, pero no se puede pretender que un adolescente tenga interés por una prosa arcaica y vetusta. Lo digo desde el punto de vista de un chaval de quince años, al menos eso pensaba yo. Si el objetivo real es que los jóvenes conozcan a los grandes literatos de siglos anteriores, se puede hacer de muchas maneras, leyendo sus textos es la forma más rápida, pero la más rápida de caer en el hastío. Si pretendemos crear futuros lectores, hay que darles cosas asimilables para su edad. Que sí, que hay jóvenes que se beben los artículos de Larra, pero esos traen las ganas de leer de serie, en los demás hay que forjarlas. Decía María Montessori: Sembrad en los niños ideas buenas; aunque no las entiendan; los años se encargarán de descifrarlas en su entendimiento y de hacerlas florecer en su corazón. Pero sembrad la idea, no le deis todo el patatal, dadle los brotes que son los libros amenos y divertidos para su edad, ya se encargará el tiempo de que busquen de nuevo a los clásicos. Esos clásicos que, en un plan educativo idóneo, conocen pero no se los han metido con calzador hasta aborrecerlos y hacerles odiar el hecho de leer un libro.

En lo más hondo de mi corazón guardo una anécdota con mi profesor de Literatura del instituto, el gran José Juan Altuna (D.E.P.) Un hombre que nos dio a conocer la vida y obra de muchos grandes escritores, pero no nos atosigó con su lectura. El libro a leer era El Árbol de la Ciencia, teníamos que leerlo en dos semanas y al final de esas dos semanas tendríamos un correspondiente examen. En mi casa había un ejemplar de mi hermano siete años mayor que yo, que él, a su vez lo había conseguido de un vecino que ya había terminado la universidad. Cogí el libro, tenía las páginas amarillas, y empecé a leer: no podía. No sé si era el olor a libro apolillado, el color del papel raído o la historia aburrida y triste, no lo sé, pero no podía. A trancas y barrancas leí la tercera parte del libro y lo dejé. Llegó el día del examen y contesté a las primeras tres preguntas, a partir de ahí, no sabía ni una palabra más. Decidí explicarle a José Juan, por escrito, por qué no había leído el libro completo, y le desarrollé más o menos lo que os he explicado arriba. José Juan, al verme tan afanado en la escritura, se acercó a revisar mi examen y lo cogió entre sus manos. Empezó a leer y a sonreír. Terminó y me soltó un divertido: “Qué cabrón... anda, termina”. Entregué el examen y a los tres días tenía la nota en mi mesa, un maravilloso aprobado por los pelos. José Juan puso la mano encima de mi mesa y me hizo el gesto de guardar silencio. Él ya sabía que yo era un lector.

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