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En noviembre tuvo lugar un pleno en el que se hablaba del ERE y de la adhesión de los partidos políticos a la readmisión de los que estaban en esa lista de despidos improcedentes —así lo dijo la juez.

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Tengo sobre mi mesa, guardada en carpetas y en un archivo de mi ordenador, la historia triste y lamentable del famoso ERE de Jerez —así ha quedado el nombre de este hecho no ejemplar, precisamente—, que será recordado como uno de los ERE más miserables, injustos y peor gestionado de la historia de este procedimiento de despido. De modo que recogí, y conservo todos los datos significativos hasta hoy. Es un tema que he seguido por su importancia e ignominia —eliminar del trabajo sin justificación no es un hecho loable—, por el lenguaje justificativo y engañoso de los políticos de entonces, imperdonable, por los procedimientos de elección, sin base consistente, y por las justificaciones que no convencían ni al más ignorante. Pero el poder produce su efecto, ordena y manda, aunque con disimulo: te vas tú porque tiene que estar este otro a quien conozco, o tengo algún compromiso. Y los sindicatos —algunos que conocemos— a sus cosas, pero mirando de reojo a los suyos por si constaban en las listas. Y los políticos, lo mismo. Y para colmo, Deloitte, esgrimiendo un fajo grueso de papeles que no justificaban nada, que trataban sólo aparentar que se realizaba un trabajo riguroso, justo e imparcial. Mentiras. Quedó demostrado con claridad en el Juzgado. Y no lo digo yo, sino la magistrada que tuvo la obligación de leerlos —y muy bien—, juzgarlos y dictaminarlos. Resultaban que eran improcedentes. E improcedente significa “no adecuado a derecho”. Lo que se asemeja mucho a lo injusto. Y lo injusto nunca es justificable, sino reparable.

No está Jerez —el Jerez como pueblo— en uno de sus momentos brillantes. Pero este ERE y su historia lo están oscureciendo mucho más. Se puede pasar a la Historia por los hechos justos y nobles, por la actividad positiva, el empleo y el progreso —lo deseable— o por la injusticia, la mentira y la villanía —lo detestable. Lo que parecía un sufrimiento conjunto, que lo fue, y una acción colectiva, que también lo fue, ahora es sálvese quien pueda, pero que el que se salve sea yo, que ya no recuerdo al compañero del ERE con el que reclamábamos juntos la entrada a los antiguos puestos, que aquí no existe la amistad, la fidelidad ni la lucha en común. E incluso algunos que así actúan, lo veremos quizás algún día, no lejano, en manifestaciones de adhesión, aplaudiendo a rabiar. En este punto se halla el ERE. En la situación de la confusión, de dejar pasar el tiempo, de conjeturar lo que no dice en modo alguno un texto mal interpretado —que si son 107 ó 70—, de divide y vencerás, de rondar al político de turno para preguntar sólo por lo suyo. En esta situación, tan lamentable, se halla la situación del ERE. Es lo que se deduce de los artículos de los periódicos, de las murmuraciones intencionadas, de las noticias sin procedencia confirmada —las “palabras aladas” del poeta Homero o la “radio macuto” de hace unos años—, de aquellas que se sueltan por ahí para ver qué sucede, para confundir, para analizar sus efectos y tomar nota. Esto no son procedimientos serios, ni transparente es el juego. En estos casos, hay que ser claro y directo, sin rodeos y al grano.

Como la historia es ya conocida, vayamos a los hechos simplificados y recientes, que sitúen el tema en la dimensión más precisa. Primero se anunció un ERE que afectarían a 300 trabajadores, después hubo una rebaja y quedaron 260 –se salvaron 40-, de éstos, casi la mitad tenían 59 años o más, el PP de entonces y los concejales pertinentes, incluida la alcaldesa, intentaban dar las razones, exhibían, como justificación evidente unos documentos de Deloitte, mal redactados y peor argumentados,  porque carecían de criterios objetivos, los 260 recibieron su carta de despido, sin razones convincentes, que es lo que hay que hacer, la condolencia —real o fingida— de algunos, y la indemnización según la ley vigente del momento —los menos días posibles por años—, para mostrar a los jefes de arriba la obediencia y la eficacia. Después, el drama, el tiempo del cobro del paro, el subsidio y la nada. En tanto, las apelaciones a la Justicia y su dictamen de improcedencia. Lógico. De aquí a Madrid y de nuevo a Sevilla. Y llegó la esperanza en forma de reparación de las injusticias efectuadas y del compromiso de readmisión. Imagino la alegría del que no espera nada y se le ofrece todo de nuevo. Le renace la ilusión de un futuro. Y pasan los meses y días y no sucede nada. Y de la esperanza a la duda y al recelo. Porque ya no son los 107 improcedentes, sino los 70, según parece, que se han erigido como los únicos con derechos adquiridos sin saber por qué, y a los restantes… ya veremos. Esto no es serio. Así no se juega. En tanto, dejamos correr el tiempo, fijamos unas fechas, decimos que se trabaja, que todo hay que hacerlo muy bien, que no hay que dejar ni un fleco suelto. ¿No será que se tiene todo calculado para tener la excusa de que no ha podido ser después de tanto empeño, de que se ha pasado el tiempo? ¿No será que todo ha sido un cuento? ¿No será que…?

En época de elecciones se promete todo, hasta un viaje a la luna. Todo es posible en estos días, todo se vende bien, porque charlotear es gratuito, y todo se aplaude. Se prometió la readmisión. Y hay que preguntar: ¿se tenía voluntad de hacerlo? ¿se conocían y contrapesaron las dificultades y posibilidades? ¿de verdad creemos que todo vale? ¿se puede jugar así con una gente que confía en una promesa? ¿se puede dormir tranquilo prometiendo lo que no se cree posible y se transmite como factible? ¿se puede estar satisfecho si unos entran y otros se quedan fuera y de este modo todo se justifica? Después de tanta promesa, ¿se puede dar carpetazo a una gente a la que se ha tenido ilusionada y engañada? ¿se puede decir una cosa hoy y mañana otra distinta? ¿se puede hablar de 107 o de 70, sin razones, y no pasa nada? La antigua añagaza del divide y vencerás. Pero no es cierto. En época electoral no vale todo, ni ilusionar, ni mentir, ni dividir. Vale cumplir lo prometido a todos, cuyas sentencias fueron improcedentes. Improcedentes para los 107.

En noviembre tuvo lugar un pleno en el que se hablaba del ERE y de la adhesión de los partidos políticos a la readmisión de los que estaban en esa lista de despidos improcedentes —así lo dijo la juez. Había alegría e ilusión. Y recuerdo, de modo muy especial, la lectura de un escrito muy emotivo y de agradecimiento de una mujer afectada, que hablaba en nombre de todos, y con voz entrecortada y lágrimas de alegría —¿qué pensará ahora?—. Ahora, que ha pasado el tiempo, me viene a la memoria. Y no como lo vi entonces por televisión, con la esperanza, sino como lo veo ahora, con el engaño y la frustración. En época de elecciones no vale todo. Ni en época electoral ni nunca. Lo que no se puede cumplir, no se promete. Pero si se hace, hay que llegar hasta el fin, queridos políticos nuestros. Lo que cueste, incluso un disgusto o el puesto. El ciudadano también cuenta. Estas escenas del acto de noviembre las tengo grabadas en la mente. Posiblemente, otros las tienen grabadas en su teléfono móvil. Y otros, en el olvido, como si no hubieran existido, como si hubiese sido una obra de teatro que termina y todos, contentos, a sus casas. Una función que lleva muchos meses anunciada en una pancarta blanca delante del Ayuntamiento y con el mismo texto. Y, al parecer, con muy poco éxito. Lo que no se quiere cumplir, no se promete. Es mi parecer y mi consejo. Engañar, nunca. Esto es lo que ve, desde fuera, un ciudadano cualquiera, como yo. No os dejéis engañar.

Con todo mi afecto, asombro e indignación.

Diego Ruiz Mata.

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