Pues se acabó. Ayer, con la apertura de los regalos de Reyes a tempranas horas de la mañana —en mi casa la hora programada debería ser ilegal y con pena de cárcel—, se dieron por finalizadas las fiestas navideñas, ese periodo donde te manda WhatsApp con sus mejores deseos el vecino que apenas te saluda el resto del año cuando te lo cruzas por la escalera, o el primo que vive en un pueblo de Madrid y que todos los veranos amenaza con "bajar" al sur.
Sí, amigos, qué gusto va a ser pasar por las calles del centro de las ciudades sin el sonido de esos villancicos que se repiten más que Verano azul, sin tener que ir a comprar cosas que no comes el resto del año, porque ni siquiera se encuentran en las estanterías, y qué tranquilidad económica al ver que ya no hay regalos que comprar, ni arbolito que apagar antes de acostarte, porque, en mi caso, ver todo el santo día el abeto del chino encendido me provoca una serie de convulsiones cuyos defectos desagradables no es plan que yo les cuente aquí.
Nada. El que se haya ido de vacaciones estará ya en casa o a punto de hacerlo. Volverá de esquiar en Sierra Nevada o de ponerse hasta las manillas de cachopo en Asturias. Se enfrentará con la dura realidad de una oficina sin adornos, con esos compañeros que son, como se dice vulgarmente, unos ciezos, y con los otros que no necesitan de ninguna celebración para mostrarse alegres y amables.
Llega ahora el tiempo —les juro que me pasa todos los años— del que desea feliz año terminando enero, y del que te ofrece un polvorón a principios de febrero, cuando uno está aún en tratamiento intesivo a base de Almax e infusiones a granel. Llega, amigos, como botellas vacías de plástico, el tiempo de reciclarse. Abran ustedes cualquier periódico y vean la cantidad de artículos que aconsejan cómo quitarse esos kilos de más ganados en las bacanales navideñas. Vamos, está el turrón y el jamón ibérico que se nos ha quedado en las carnes como para querer quemar eso a toda prisa en un gimnasio que huele a cebolla y a becerro mojado.
Pues hasta el año que viene. Guarden el arbolito, las luces del bazar chino que no están fundidas, el portal de Belén, los manteles y las vajillas. Reúnanse con esa familia que quieren en alguna otra época del año sin esperar a que suenen los villancicos. Al fin y al cabo, como decía Santa Teresa: "El amor verdadero es el que le da valor a todas las cosas". Feliz vida. Dejemos al prójimo tranquilo y a los peces que beban y vuelvan a beber.
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