Morir Madrid

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

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Donde se cruzan los caminos, donde el mar no se puede concebir... pongamos que hablo de allí, de allí mismo, del lugar que a estas alturas usted ya tiene en mente. Los ochenta y Madrid son uno. Lo comprendió muy bien al principio de esos años un andaluz. Joaquín Sabina escribió y cantó a una urbe que no duerme y que tampoco suele dejar dormir en su disco Malas compañías, el segundo de su carrera. Donde regresa siempre el fugitivo, debo alegrarme si queda un agujerito para mí. Y es que Madrid es así, un lugar donde pueden pedirte 300 euros por 15 metros cuadrados en el centro y donde la luz parece otra cosa. Donde el sol es una parada de metro y un reloj en Nochevieja, donde pasar desapercibido es más difícil de lo que parece. Y donde está todo. Madrid es esa olla a presión en la que todo el mundo tiene prisa, en la que la historia empieza hoy. Como dijo Sabina, una ciudad invivible pero insustituible.

Donde hasta los pájaros visitan al psiquiatra y las estrellas se olvidan de salir. Es posible que se sientan temerosas de rivalizar con la Coca Cola y con el último modelo de Samsung. ¿Y quién no? Allí donde esa gran vía nos transporta al futurible de Blade Runner —con su comida vietnamita y todo—, donde pernocta gente de todas partes, de toda cuna; donde el metro es religión y el bullicio la morada. De alguna manera, en ese kilómetro cero comienza todo y todo se destruye. Madrid es andamio permanente, socavón inmisericorde, polución de bienvenida mañanera, es institución, es teatro, es intercambio.

Madrid se parece demasiado a los ochenta. Rebosa una nostalgia cercana que te hace sentir en casa —en una casa que no es la tuya— aunque la visites por primera vez. Es curioso lo que te ofrece y cómo te atrae y te repele al mismo tiempo. Igual que los ochenta. Puedes aborrecer sus hombreras, sus peinados infames, sus tabúes aún pendientes… pero amarás para siempre su aroma. Ese olor a infancia y a neón que te marca la piel y las pupilas. De algún modo, todos somos los ochenta y todos convergemos en Madrid. Esa ciudad que movió un país y que roció de rock y de cola cada rincón de asfalto, cada célula al corriente de pago.

Cuando hueles Madrid te reencuentras con un yo desconocido. Ese que al caer la noche tiene miedo; el miedo que imprime la gran ciudad. Caminar por sus calles es temer que alguien te aborde en cada esquina, ansiar perderse y temblar al no encontrarse. Madrid es soportales de piedra, calamares y chulapos, tiendas del XVIII y rascacielos cercanos. Es ese eterno punto de encuentro. Un lugar imprescindible, un lugar donde vivir si se tiene otro al que volver. No dejen de visitarla. Procuren llegar a vivirla pero nunca se les ocurra morir en Madrid. Como dijo Sabina, allí no queda sitio para nadie.

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