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Miguel se ha ido, pero su libro no. El libro de su vida, no. Sigue ahí, en mi estantería.

Me entero del fallecimiento de Miguel Hernández Zarandieta. Uno no siempre está en contacto con los amigos permanentemente, salvo con los muy muy muy amigos, que más que amigos son familia. Pero cuando vas creciendo, a tus amigos de todas tus épocas los vas colocando en estanterías. Como si fueran libros. No están olvidados. Están ahí. Con sus lomos a la vista, indicando quiénes son, de qué hablan, qué te enseñan. Vas creciendo y si tienes suerte, vas llenando esa estantería y al llegar a los cincuenta como yo, te das cuenta que tienes una biblioteca de amigos.

No les llamas, no les ves, pero les tienes presente. Sin embargo, alguna vez que otra, los necesitas y lo buscas. Están ahí. No fallan. En tu estantería de amigos. U ocurre al revés. Te llaman a ti, porque si te lo has merecido en la vida, tú también estás colocado en las estanterías de las bibliotecas de tus amigos.

Pasa el tiempo y de pronto, te enteras que uno de tus amigos ha muerto. Te entra la pena, el vacío, el desconsuelo, pero miras a la estantería y ahí está. Ahí sigue, a pesar de estar muerto: su libro con su lomo, mirándote, diciendo ‘Aquí está la vida de tu amigo y todo lo que aprendiste de él’.

Uno de los autores de los libros de amigos de mi vida fue Miguel Hernández Zarandieta, profesor de Física del Instituto Padre Luis Coloma. Hubo una época en la que la casualidad me cruzó con él. Aprendí de sus risas, de su charla fácil, de su manera de hablar riéndose como diciéndote ‘Pero macho no lo entiendes con lo fácil que es’. Tuve la suerte de aprender más Física con él charlando que en el Instituto donde estuve. Nunca fui su alumno. No tuve esa suerte. Pero si la dicha de aprender de él.

Y otra suerte más aún: coincidir en el tiempo y en el espacio con Miguel cuando el cometa Halley pasó por la Tierra en una de sus vueltas. Tenía yo 21 años en 1986. Ya sabía de mucha astronomía teórica, había leído mucho. Pero Miguel me enseñó a apuntar al cielo con los prismáticos, con el telescopio, a hacer astronomía de la buena, aunque ahora yo sea más de astronomía de salón.

Recuerdo que no quería nada entonces con los ordenadores. ‘Para eso estás tú’, me decía. No eran tiempos de internet ni de Google Skymap. Ni dibujitos ni fotos. Era astronomía pura y dura, con tablas, números y más tablas y más números. ‘Alfonso, hazme las efemérides astronómicas para tal sitio y tal fecha‘ y ahí que venías y las recogías.

El tiempo pasó. Cada cuál cogió por su lado. Lo que me aportó es largo y no cabría aquí. Es más, hay cosas que me ayudó en lo personal que a nadie le importa.

Miguel se ha ido, pero su libro no. El libro de su vida, no. Sigue ahí, en mi estantería. Sé – ya sabía y lo dijimos en 1986 – que no volveríamos a ver más el Halley juntos.

La vida es así. Ayer terminé un libro sobre cosmología, astronomía y sobre la vida y la muerte: El castillo de los Pirineos, de Jostein Gaarder, el mismo de El mundo de Sofía. El final del libro me dejó rayado. La muerte de Miguel también me dejó rayado.

Pero me he quedado como dije antes con el libro de su vida, ahí, como nuevo, flamante, para cuando lo necesite.

Gracias Miguel Hernández Zarandieta. Fabricante de amigos y constructor de astrónomos. Abrazos a tu Montse y tu familia.

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