Una escena de la película de Ken Loach, 'I, Daniel Blake'.
Una escena de la película de Ken Loach, 'I, Daniel Blake'.

Ahora que acabamos de votar para las elecciones europeas, uno se pregunta qué supone ser ciudadano europeo, si el hecho de serlo nos coloca moralmente por encima del resto del mundo o si lo que somos en realidad es una unión de países meramente ligados por intereses económicos.

Desde la declaración Schumann en 1948 han transcurrido más de 50 años de existencia de esta comunidad de naciones, que empezó estando constituida por seis miembros y actualmente se ha extendido a 28. En principio surgió después de la segunda guerra mundial para controlar la producción del carbón y el acero, los materiales básicos para la construcción de armas, y por lo tanto, para evitar futuros nuevos conflictos como los que habían destrozado hacía muy poco el continente. Una forma, por tanto, de promover la paz.

En los sucesivos tratados que se fueron firmando hasta hoy las competencias de la Unión se fueron ampliando hasta el punto de crear una moneda única, abarcar cuestiones de seguridad, política exterior, colaboración en cuestiones jurídicas y policiales, y, finalmente, la defensa de los derechos humanos o el desarrollo sostenible.

Se ha dicho siempre que los valores de Europa se sustentan sobre dos pilares: la cultura grecolatina y la religión judeocristiana. Cierto que el romano Terencio hace pronunciar al personaje de una de sus obras eso de que “Hombre soy, nada humano me es ajeno”, cierto que figuras como Sócrates, Pericles, Séneca o Hipatia destacaron por sus aportaciones éticas, políticas o científicas a la humanidad. Pero tanto la civilización griega como la romana fueron profundamente misóginas —como lo ha sido Europa durante mucho tiempo—, esclavistas, belicistas e imperialistas, parámetros que compartían, por otro lado, con el resto de civilizaciones antiguas.

En cuanto a la Biblia, si en el Antiguo Testamento se proclama el “ojo por ojo y diente por diente”, es cierto que en el Nuevo, a pesar de las limitaciones, se ponen las bases de una nueva moral, cuando se afirma que hay que amar al prójimo como a uno mismo, se enumeran las obras de misericordia, se sentencia que el que esté libre de pecado tire la primera piedra y se anima a no hacer a los demás lo que no quieres para ti.

Pero no siempre la iglesia, en sus más de dos mil años de existencia, ha seguido en sus actuaciones el mandato evangélico: la expulsión de judíos y moriscos, las Cruzadas, las sangrientas guerras de religión y los crímenes de la Inquisición, entre otras cosas, así lo demuestran..No es precisamente tolerancia lo que Europa ha demostrado a lo largo de su historia. Y no hablemos ya de las dos guerras mundiales, de los fascismos y totalitarismos en el siglo XX, con su secuela de genocidios y atrocidades y, por citar algo más cercano, la violenta guerra que acabó despedazando la antigua Yugoslavia.

Es verdad que la Revolución Francesa trastocó los injustos esquemas del antiguo Régimen, y que ya a fines del XVIII se proclamaron como universales los principios de “igualdad, libertad, fraternidad”. Pero recordemos que si se establecieron los “Derechos del Hombre y del Ciudadano”, Olimpia de Gouges murió guillotinada por intentar ya entonces declarar también los “Derechos de la Mujer y de la Ciudadana”.

No es menos cierto que muchos europeos se enriquecieron a lo largo de siglos con el tráfico de esclavos procedentes de Africa, considerados poco menos que como animales; que los europeos, en busca básicamente de oro y riquezas aunque los pretextos fueran otros, esquilmaron América y masacraron a los indígenas y que el colonialismo europeo se ha aprovechado impunemente y lo sigue haciendo —no hay más que recordar que el Tercer Mundo sigue siendo el basurero de Europa— de los recursos naturales de estos países, sin importarles lo más mínimo los derechos de los nativos. No hay más que nombrar al rey belga Leopoldo II, un sádico que consideraba el Congo como su propiedad privada y cometió allí espeluznantes tropelías.

Y es que tenemos muy desarrollado ese etnocentrismo chovinista que consiste en considerar la cultura europea, y en general la occidental, como superior a la del resto del mundo, cuando hay civilizaciones milenarias —la china, por ejemplo, de la que conocemos tan poco— que nos igualan o incluso superan tanto en logros artísticos y científicos como en principios éticos.

Europa sigue mirando hacia otro lado cuando los aviones saudíes bombardean Siria o Yemen matando a miles de inocentes, cuando Israel sigue aplicando con ahínco su política de apartheid y exterminio en Palestina, cuando barcos como el de la ONG. Proactiva Open Arms, llenos de seres que huyen del terror, la muerte o el hambre que nosotros mismos hemos provocado, intentan atracar en sus costas o cuando los refugiados intentan cruzar sus fronteras por tierra. En el último festival de Eurovisión celebrado en Tel Aviv se presentó a la capital israelí como un lugar “donde viven en relativa paz cristianos, judíos y musulmanes”, frase que me hizo sonreir, por no llorar, porque de lo que se trata es de disfrazar el horror y de dar una falsa imagen de la realidad al mundo.

En 2012 la Unión Europea ganó el Nobel de la Paz ,que fue otorgado por unanimidad de todos los miembros del jurado, «por su contribución durante seis décadas al avance de la paz y la reconciliación, la democracia, y los derechos humanos en Europa». En 2017 fue galardonada con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia por lograr «el más largo período de paz de la Europa moderna, colaborando a la implantación y difusión en el mundo de valores como la libertad, los derechos humanos, y la solidaridad».

Sin duda, los fondos FEDER y otros como el FSE o el FC ayudan a restablecer el equilibrio entre las regiones más prósperas y las menos desarrolladas del Viejo Continente. En la pasada legislatura se aprobaron 700 leyes que, entre otras cosas, eliminaron el roaming, establecieron la protección de datos y la de los trabajadores desplazados, etc. Pero hay muchas cosas por hacer, por ejemplo una mayor coordinación fiscal entre los países de la Unión.

En todo caso, Europa no es un paraíso de los derechos humanos, ni siquiera para los mismos europeos. Las clases bajas y medias empobrecidas por los recortes encaminados a pagar las deudas contraídas con el Banco Central y por el neoliberalismo salvaje que ofrece trabajos cada vez más precarios, paga salarios de miseria y desahucia a familias y ancianos, ahora se vuelven hacia los partidos xenófobos de extrema derecha: Le Pen en Francia, Salvini en Italia, Orbán en Hungría, y lo mismo está ya ocurriendo en España.

Estas últimas elecciones han dado como resultado una diversificación política en el Parlamento europeo mayor que en las anteriores, monopolizadas por socialistas y populares, puesto que ha aumentado la representación de liberales y verdes. Pero también se ha producido un avance ultra. La deriva es peligrosa.

Necesitamos una Europa más social, que mire menos al euro y más a la gente de la calle y se comprometa en el tema de la inmigración, en la protección de los más desfavorecidos, en la lucha contra el cambio climático o contra el maltrato animal en todas sus variantes. Necesitamos una Europa menos deshumanizada que ante acuciantes situaciones de emergencia y exclusión social no desampare a las personas enredándolas en burocracias inútiles, como en la película de Ken Loach, “I, Daniel Blake” (2016).

Y necesitamos que la Oda a la alegría de la IX Sinfonía de Beethoven, himno oficial de la Unión, sea verdaderamente una Oda a la alegría para todos, incluidos los ciudadanos extracomunitarios. Esa sí sería una Europa de la que por fin sentirnos orgullosos.

Leonor De Bock Cano ES voluntaria y socia de CEAIN, socia de MSF y UNRWA.

 

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