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No piense que esta época es sólo descanso y relax. Cuanto más baje la guardia y menor atención preste a su integridad física, más probabilidad tiene de correr los riesgos del verano.

Son muchas las situaciones en las que la época estival te pone en apuros. No piense que esta época es sólo descanso y relax. Cuanto más baje la guardia y menor atención preste a su integridad física, más probabilidad tiene de correr los riesgos del verano.

Como esa sensación de ahogamiento que experimentas cuando al dar un bocado a la tajá de sandía el jugo corre más deprisa por tu garganta que la capacidad de tu cerebro en reaccionar y cambiar la orden en marcha  -mastica, mastica, ¡no!, traga, traga-.  Respirando aliviada cuando percibes que el zumo ha bajado por el conducto correcto y no tienes que, atorada, toser las pepitas al de enfrente.

Otro actividad de alto riesgo es acabarse de tomar un mojito, cuando apenas queda en el fondo más que hielo y yerbabuena, pero aún así te entregas -como si te fuera la vida en ello- en succionar por la pajita en busca de las últimas gotas del brevaje y esos restos de azúcar moreno... Hasta que, de tanto esfuerzo, y pese a la uniformidad de la matita de yerbabuena cuando está mojada, siempre hay un pequeño trozo que se desprende, siendo capaz de subir disparado por la pajita. Y no vuelves a respirar con alivio hasta que te das cuenta que, afortunadamente, no sólo no ha bajado por el conducto correcto ni por el inapropiado -que pondría moreno, y no de azúcar precisamente, al de enfrente-, sino que se ha quedado pegado cual ventosa en el paladar.

Y como no todas van a ser situaciones in extremis con la gastronomía, no hay que olvidarse de las particularidades de dormir la siesta al sol cualquier día en el que salta levante. Cuando estás con ese duermevela en el que se disipan hasta los chillidos de los niños de al lado, escuchas la armonía de las olas de fondo y esa manta de arena fina con la que te empieza a cubrir el incipiente viento. Justo cuando comienzas a notar que la baba se desliza por la comisura de los labios, un gentío se levanta a voces al grito de: ¡la sombrilla, la sombrilla! Entonces, intentas reincorporarte de tu letargo poniéndote bocarriba y percibes como el parasol que provoca los gritos se acerca dando vueltas hacia ti, hasta que el respetable allí presente entona al unísono un ¡uy! cuando el palo puntiagudo pasa justo al lado de tu cabeza. Y respiras aliviado al saber que el palo de la sombrilla ha esquivado todos tus conductos y no has sido trinchado como una brocheta enharinada.

¡Ay! ¡Qué peligro tiene el estío!

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