Los mitos últimos

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

El monte Kailash (Tíbet), sagrado para cuatro religiones, es uno de los últimos ejes del mundo cuyo ascenso está vetado a los seres humanos.
El monte Kailash (Tíbet), sagrado para cuatro religiones, es uno de los últimos ejes del mundo cuyo ascenso está vetado a los seres humanos.

Jerusalén, la Meca, el monte Olimpo, Angkor, el monte Kailash...

Y esos son sólo los que conocemos mejor. Si alumbráramos un foco en cada punto que un grupo de personas creyó en el centro simbólico o geográfico del orbe, podríamos apreciar desde la negrura del espacio una constelación esférica, idéntica en forma y tamaño a la de nuestro planeta...

La cristiandad medieval, como es sabido, optaba por la Jerusalén terrena donde padeció su Hombre-Dios. Si una persona no aprendía un idioma en sus primeros años de vida por fuerza prorrumpiría automáticamente en hebreo bíblico, candidato a la lengua originaria de la humanidad. El cronista Salimbene retrata los experimentos del rey Federico II de Suabia con un número de niños en cuyas inmediaciones prohibió emitir palabra alguna desde el nacimiento, "pero se afanó en vano, porque los niños o infantes morían todos". La misma distinción disfrutaron otras lenguas preferidas de los dioses, como el árabe o el sánscrito.

Los medievales llegaron al extremo de imaginar que los dos ojos del rostro humano y la zona que discurre entre labios y nariz conformaban naturalmente la palabra (latina) OMO. Por supuesto, quien así lo creía también era del juicio de que este planeta era el centro orbital del universo y, de la variedad de especies en él presentes, era la suya la única capaz de alcanzar la salvación o la responsable de subyugar la Tierra toda. El suyo sería también el pueblo elegido y su linaje el más distinguido de cuantos vanamente se jactan de su abolengo. Y, ya que sólo se vive una vez, ¿por qué no considerar los tiempos que nos tocaron en suerte los cruciales para el futuro de la Humanidad, la antesala del Paraíso celestial o mundano, el presagio del Apocalipsis...?

La ciencia y los saberes han sufrido, sobre todo en los últimos siglos, numerosas revoluciones "copernicanas" que descentraron y empequeñecieron nuestra posición en la Creación, ganándonos en fascinación cósmica lo que perdimos de orgullo cósmico. Muy pocos se han acostumbrado a vivir con ello, por no decir que nadie se ha atrevido -por mimar su ego- a interiorizarlas al pie de la letra. Podríamos hablar de uno de los últimos mitos antropocéntricos que aún colean, que es el del Progreso en sus formas decimonónicas, cuya sombra se proyecta hasta hoy. Tal concepto presupone, en su vertiente más depurada, que el tiempo (la historia) no es una fuerza ni una dimensión sino algo consustancial a la acción humana; incluso, en extremos fatalistas como el espontaneísmo marxista, la determina literalmente con ciega e implacable voluntad.

Este mito del Progreso, aparentemente desacreditado, subyace con frecuencia al raciocinio más desencantado y emerge en él. Aunque el balance cuantitativo de dos gobiernos parezca ser un semejante reguero de cadáveres, violencia y deportaciones masivas, quién no excusará a aquel que se autoproclame (aunque no haga nada por demostrarlo) avalado por la dichosa entelequia del Progreso, y, por el contrario, acusará a aquel cuya retórica (pues de nuevo se queda en eso) tienda la mirada hacia atrás.

Convertir el laberinto del pasado en la afilada flecha del progreso es una maniobra tan burda como marcar los salarios de Noruega como medidor de las clases sociales de Uganda. Donde, por supuesto, de nuevo nuestra cultura occidental tiene una misión mesiánica de avanzadilla. Es la flecha más rara y prodigiosa que jamás se viera, pues no se distingue en ella un comienzo ni aun quién la disparó (o con qué intención). Quizá encontraríamos tras ella al Tiempo, que es de por sí una admirable abstracción, y a la pregunta sobre su creación el Tiempo es mudo: la febril imaginación de los hombres, sugiere con señas, una vez más. Quizá su otro extremo sea otra punta.

La larga serie de dictaduras, guerras y genocidios del pasado siglo debería convencernos de que nadie predestina el destino de la Humanidad. La sociedad será lo que los humanos queramos que sea, o lo que concedamos, voluntaria o involuntariamente, que otros resuelvan. Jerusalén querría seguir siendo el centro del Universo, pero hoy somos presa de otro mito, pongamos el de la Geografía, que, mitificando el dato científico, parece excluir cualquier otra valencia del espacio, cualquier espacialidad alternativa que se apoye en el "Mito" (en otro mito): es comprensible que frente a este veto tajante ingeniemos a la desesperada escatologías seculares como las del Progreso. Siempre nos dijeron que el Logos sustituyó al Mito, o que la Ciencia reemplazó a la Religión, pero yo no entiendo cómo puede ocupar el puesto del Mito algo que no sea de su misma naturaleza...

Entendámoslo bien: que el Papa dijera que el infierno no se halla en el fondo de la Tierra, sino en un estado del alma, no significa que no se ubique abajo, muy abajo.

 

 

 

 

 

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