Lola

Foto Francisco Romero copia

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Antes de terminar la carrera, empecé mi trayectoria, primero como becario y luego en plantilla, en Diario de Jerez. Con 25 años participé en la fundación de un periódico, El Independiente de Cádiz, que a pesar de su corta trayectoria obtuvo el Premio Andalucía de Periodismo en 2014 por la gran calidad de su suplemento dominical. Desde 2014 escribo en lavozdelsur.es, un periódico digital andaluz del que formé parte de su fundación, en el que ahora ejerzo de subdirector. En 2019 obtuve una mención especial del Premio Cádiz de Periodismo, y en 2023 un accésit del Premio Nacional de Periodismo Juan Andrés García de la Asociación de la Prensa de Jerez.

Lola lleva casi diez años casada.

Siempre estuvo convencida, segura y firme en la decisión que había tomado. Además, en aquel momento, solo bastó verbalizar su intención, para que una vorágine poderosa de preparativos la envolviera, arrastrándola cuesta abajo.

Y Lola se casó con el hombre que había escogido. Y no fue fácil, porque dejaba atrás un buen puñado de relaciones tormentosas. Sobre todo, una.

El afortunado era atento, ideal, educado, culto, buen amante, su mejor amigo, compañero en todo. Un igual. Ni el más guapo, ni el más canalla. Un encanto. Justo de esas personas que se llevan bien con todos, incluso con su mujer. La horma de su zapato, que dicen.

Carmen Posadas, en sus Pequeñas infamias, habla de amores pantufla y amores tacón de aguja. Y Lola, sabía que el suyo sería cómodo, muy cómodo. No le dañaría los pies jamás, ni la espalda, y se sentiría en casa. Su vida sería confortable. Prefería no sacar los tacones del armario. No quería volver a sentir, ni ver en el espejo unas piernas tan largas y con tantas posibilidades. Las oportunidades llevaban a lo oscuro. Y Lola había elegido la luz. Nada de noches. Mejor, las mañanas, y las tardes de merienda y niños.

Pero el sofá y las cortinas a juego a veces provocan reacciones alérgicas extrañas en los órganos internos, y se inflaman. Lola no había reparado en eso. Pero pronto se dio cuenta de que algo le ocurría por dentro. Y aunque se resistió a corroborarlo en los foros y redes sociales, no tuvo más remedio que buscar ayuda.

Y allí descubrió que quizás, la comodidad, podía ser aburrida. Y que su marido se había convertido en un mueble, a juego con las cortinas, o lo que es peor, ella misma empezaba a verse en la piel, un estampado parecido al de la colcha preciosa y cara que cubría su cama de matrimonio. Matrimonio. Rendijas. Fisuras. Grietas.

Lola, aunque huía de las noches, las descubrió de nuevo, y se dejó inflamar los órganos internos. Nadie tendría que enterarse. Los muebles de la casa no oyen.

Lola se subió a los tacones, un rato, un mes, un año. Y fingió que no dolían, que no herían nada. Y abrazó un trozo de pasado, sin pensar en el futuro, mientras las manos de la comodidad seguían arropando a sus hijos.

Quizás volvió en sí. Quizás no. Su amigo el abogado dice que en verano se divorcia más la gente. Será que las pantuflas dan calor.

No llegará la sangre al río. Lola ha guardado los tacones. Qué loca: ha llorado de miedo y de alegría.

Su marido acaba de encontrarla dormida dentro del armario, en el olor de sus camisas.

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