Otra época.
Otra época.

La perfección profunda dentro de la sociedad occidental puede encontrarse en el ciudadano que sabe llorar a sus muertos. Llorar es una erudición general, saber hacerlo es elemento distintivo entre los seres y los humanos. No es algo coetáneo a estos tiempos de mediocres, sino que el algo inherente al ser que ganó la carrera por la abstracción. Lo que hoy conocemos como humanidad comenzó a forjarse la primera vez que hubo sentimientos por la pérdida de un compañero. La respuesta fue buscar una excusa para obviar la incredulidad.

La excusa fue un concepto, Dios. Una idea que englobó todo aquello que queremos que nos sea ajeno, como la falta de entendimiento de la muerte. Tanto se englobó el concepto, que superó al hombre, y la abstracción dominó el mundo hasta la llegada de un ente indibujable más poderoso; las naciones.

La razón nos había hecho asimilar la muerte, hasta cierto punto, y la idea de nación nos otorgó aquello que no nos daba un Dios: Ser entes divinos en comparación con nuestros vecinos. Luego vinieron guerras y matanzas de nuestros malos contra sus buenos, justificadas por llevar ciertos colores en la bandera del antebrazo. Los propios seguían cayendo y creíamos saber llorarlos. Grandes odios afloraron mientras los enarbolábamos en banderas.

Años más tarde, las piedras de sílex de quienes crearon a los primeros dioses son expuestas en museos, para que desde nuestra superioridad moral, nos regodeemos en la victoria intelectual que hemos ejercido sobre nuestros antepasados. Lo de los dioses ya está pasado, nadie cree en ellos en occidente. Pocos le piden una vacuna al Cristo de la misericordia.

Este 28 de febrero, el sílex contemporáneo se expone mediante himnos como forma de vida de una sociedad avanzada. Y en una de las comunidades que más ha tardado salir de la religión, todavía no hemos llegado a la segunda división de las abstracciones; el nacionalismo.

Andalucía no es nada, asumirlo es fundamental para lograr un desarrollo coherente. Vernos como sucesores del esplendor Omeya nos coloca al nivel de Carlos V, un gran monarca del siglo XVI. Pero ya está bien de no vivir en nuestro siglo.

El andalucismo incipiente es otra idea de fieles que busca, a través del pasado glorioso, esconder la decadencia absoluta en la que estamos sumidos. Es fácil que la gente se sume, lo que será dificil es remontar en niveles morales. Pero el conflicto reside en algo más que eso, la dicotomía pragmatismo o decencia es el eje sobre el que orbitan los principios de las izquierdas andaluzas.

El juego nacionalista aportaría una legitimidad dentro de un estado de estados, no porque haya varios, sino porque cada “nación” tiene un poder similar al central. Eso devendría en ventajas económicas que lograrían cierto desarrollo. Como praxis tiene lógica, pero como futuro moral se hace extraño ver a Andalucía jugando a ser superior. Cada nacionalismo dice ser incluyente, pero el propio concepto ya engloba la exclusión en sí.

Aunque los nuevos nacionalistas andaluces piensen que van ser como los catalanes, estos llevan ya muchos años de perfeccionamiento.

Esa idea nacionalista, al igual que pasó con Dios, se convertirá en un cajón de sastre donde esconder todo lo negativo. Frente a los últimos puestos de Pisa diremos que nuestros niños andaluces no saben matemáticas pero juegan más en las calles. Cuando nos hablen de las colas en sanidad responderemos diciendo que nuestro sol, sólo el nuestro, lo cura todo, y cuando nos hablen de educación les pondremos un vídeo de los más pequeños cantando el himno con pan y aceite.

Mira que hemos tenido tiempo para aprender de la historia. Pues aquí seguimos, sin saber llorar a los muertos. Andalucía está empezando a oler mientras se abre una doble vía: enterrarla como Dios manda o como nos manden los prodigios que han leído a Blas Infante.

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