Semáforos.
Semáforos.

Os voy a contar la historia de M.

M. es mi amiga.

Una vez, al poco de conocernos, me contó que siempre, desde muy pequeña, se había sentido atraída por otras mujeres.

Pero M. vivía en un pueblo de la España profunda, donde si hoy es difícil ser homosexual, por aquel entonces era lo mismo que estar en una cárcel. Hace veinte años, en un pueblo conservador de apenas seis mil habitantes, ser lesbiana era poco menos que una maldición.

La sociedad te hacía sentir culpable por el simple hecho de expresar tu sexualidad. Sufrías miradas de oprobio que te excluían socialmente y te conducían a la clandestinidad o a inhibir tus sentimientos. La normalidad era tóxica y muchos y muchas fuimos cómplices, sin saberlo, de esa inmoralidad instalada en nuestra cotidianeidad. Por eso nunca hemos de sentir la normalidad como algo bueno per se, porque la normalidad no tiene por qué serlo.

Miles de personas pasaron una infancia y una adolescencia traumatizadas, negando sus sentimientos, autocensurándose y sufriendo en silencio. Pero M. es muy cabezota y, sobre todo, es muy valiente.

No solo no se amilanó, sino que, cuanto más la cuestionaban y sentía el dedo inquisidor de una sociedad malsana, más se revolvía. Era un potro salvaje ansioso de trotar en libertad. Mientras soportaba la miradas día sí y día también, ella ya había superado su crisis de identidad y escrito su historia de resistencia. Mientras algunos cuestionaban su aspecto, sus andares, su forma de ser, ella ya había descubierto otros cuerpos, besado a otras mujeres y se había regalado el derecho a ser ella misma.

No tenía dinero para un reservado, así que lo hizo a contracorriente, como el salmón. Por las calles de su barrio era una estampa extraña hasta que, al final, los extraños fueron los otros. Pasó de la invisibilidad a hacer suyas las calles, de la clandestinidad al orgullo. M. era el orgullo antes del Orgullo. Ni huyó del pueblo ni se refugió en la oscuridad. Muchos se mordieron la lengua entonces y aún la deben tener hecha un guiñapo en el esófago.

Ayer, Pablo Alborán salió del armario y a modo de confesión, declaró que era homosexual a través sus redes sociales. Decía que en su casa siempre había sido así, pero no dijo nada de lo difícil que ha sido para muchas personas serlo fuera. Muchos le aplaudieron y le dieron las gracias porque su gesto serviría a muchas otras personas a liberarse y aceptar su condición sexual. La sensación que me dio es que lo hizo más bien por liberarse a sí mismo. Está en su derecho de expresarse cómo y cuando quiera. Lo normal, por desgracia, ha sido que los homosexuales ricos hayan escondido su sexualidad durante décadas por miedo a las represalias sociales y económicas. Así, mientras él amaba en secreto hace dos días en su mansión, M. llevaba décadas amando en libertad en las calles y en su piso compartido de 60 metros cuadrados. La conquista del espacio público la ha ido consiguiendo gente anónima, como M., que sin poder ni dinero, asumieron el reto y terminaron ganándole el pulso a la historia.

M., desde su conciencia de clase, con su lucha diaria, su valentía, sus abrazos, sus gestos y sus besos, ha escrito una de las historias más hermosas de empoderamiento que conozco. Hay gente que presume de logros en su vida, de coches, de casas, de trabajo, de premios o de dinero. Yo presumo de una coincidencia, una de las más felices de mi vida: haberla conocido.

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