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Era el verano del año 92 y la década de los ochenta se diluía. Dejé de ser un niño en todo su esplendor para pasar a ser un pre adolescente lleno de granos e inseguridades. Por lo demás todo estaba de lo más correcto. Terminé la escuela con algún problema en las mates y el periodo vacacional se me llenaba de oportunidades. No en vano se me presentaban el viaje de fin de curso, las Olimpiadas en Barcelona por TV y lo mejor de todo, visitar La Sauceda con mi centro para la educación en el tiempo libre, Bululú. Uno de aquellos puntos de encuentro que, por aquel entonces, contaba con subvenciones y atenciones del Ayuntamiento. Educando en valores a niños y a niñas de todas las edades hasta que nos formábamos como educadores. Ahora el tejido asociativo en este tipo de cuestiones está olvidado por la administración y son pocos los que, gracias a su tiempo y arte, mantienen viva la ilusión de aprender jugando.

Llegábamos a La Sauceda en un autobús, despedidos por las madres. Hoy en día no hubiera pasado ningún control de seguridad. Apiñados y sobrecargados. Cantando canciones y soñando con ser unos de los elegidos como acompañante por un monitor, carismático, para compartir el viaje. La mochila, el pañuelo, la cantimplora y unas botas de montaña nos daban una imagen apta para escalar el Everest. Nos bajábamos como hormigas, pensando en cómo íbamos a dormir, dedicar el tiempo libre y sobre todo soñando con aquellas veladas nocturnas, con su pizca de terror, que nos trasladaban a mundos y aventuras dignas de la isla de tesoro o un viaje al centro de la tierra.

Pero si recuerdo todas estas cosas con nostalgia y satisfacción, allí hubo una situación que diseñó bastante mi manera de ver al ser humano en la madurez. Algo pequeño, pero que resultó ser tan grande en mi aprendizaje que jamás lo olvidaré. Y es aquí donde entra en escena mi querida luciérnaga, con su luz hipnótica fluorescente.

Descargué los bártulos y subimos el camino, por el río, hacía las cabañas, dejando atrás, inamovible, la piedra del molino, y antes de ubicarme en la que me había tocado la vi. Pequeña e insignificante. Y de pronto me asusté. No por mí, sino por ella ¡Dios mío! Exclamé. Como no levante el vuelo en estos cinco días, con la cantidad de niños que pasan por aquí, tendrá sus días contados…

Decidí acudir con mi problema a mi monitora preferida y le comuniqué el asunto. De vital importancia para mí, y por qué no decirlo, también me iba a delatar como un ecologista de pro. Y eso ante mis vacas más sagradas me daba puntos. Al contar mi historia a esa maravillosa mujer que nos dedicaba su enseñanza y de la que recordaré siempre su fantástica risa y su pelo pelirrojo. La llamábamos Eorlinga, aludiendo al libro de cabecera de la pandilla, El señor de los anillos. Me dijo: "No has de preocuparte de nada. Debes creer en la bondad de tus amigos y sobre todo en el ser humano".

Aquella frase para un chavalín de catorce años fue un mensaje algo filosófico, pero me caló. Aun así, intenté convencerla para que la trasladásemos a otro lugar más seguro del bosque, no lo conseguí… Donde su vida no correría peligro. Pasaron las horas, los días con sus noches y mi amiga reluciente siguió allí. En cada momento libre que tenía, le echaba un vistazo. Y sí, queridos lectores, tras cinco días de campamento, entre tanta chavalería ociosa, ella, mi querida hada esmeralda, entre aquellas piedras llenas de musgo, sobrevivió. Sin abandonar el lugar por sí misma, como si quisiera darme una lección. Dejando en mi corazón y en mi espíritu crítico la idea de que el ser humano siempre valdrá la pena. Hemos de sentirlo. Mantenernos en esa fe absoluta, donde hombres y mujeres nunca dejen de sorprendernos. Y sobre todo para afirmar que con la educación adecuada nadie dañaría jamás a mi querida luciérnaga.

Feliz año 2018

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