Hay seres que nacen especiales. Especiales, de verdad. De esos pares cuyos cromosomas se emborrachan y estallan en lo que conocemos por una persona extraordinaria. Estos días de Juegos Olímpicos, donde celebran los éxitos deportivos algunos de los superseres de nuestro planeta, hay en el otro extremo una legión de humanos que también dejan huella a su manera. Quizás en lo insustancial, en lo que nadie celebra, en lo que nadie ve, de lo que nadie escribe. Pero sí inolvidables en lo que todos almacenamos para los restos en el imaginario colectivo, en eso que tanto nos acerca y asemeja, en eso que tanto iguala, en a lo mejor esa compasión e íntimo afecto por el que está ido, gagá, es “tontito” —pero que probablemente sea más feliz en su mundo de lo que nosotros lo seremos nunca en este tan despiadado y enfermo—.
Puede que olvides los nombres de muchos de los medallistas que lucen el oro sobre su pecho estos días; probablemente, ni te acuerdes dentro de cuatro años de quiénes fueron todos los vencedores entre tantos sufridos deportistas de elite en aquel agosto de Ipanema y Zika. No conoceremos nombres de muchos de los premios Nobel de la historia, ni qué coeficiente intelectual tenían. A lo mejor podríamos llegar a enumerar algunos nombres de los más prestigiosos médicos o científicos de todos los tiempos; o de artistas, arquitectos, ingenieros e intelectuales. Seguro que podría hacerse una lista, larga, extensa. Aunque se olvidarían algunos de los que para unos son más importantes y para otros lo son menos. Aquí, en este domingo azotado una jornada más por ese viento de Levante que nos trae locos, hay coincidencia. Quienes le conocieron, quien más o quien menos, siempre tendrán un hueco para recordar a Emilio y sus guantes blancos. A Emilio, y a todos los que como él también fueron extraordinarios en la eternidad y un día. A su manera.
Y ahora circulen.
Comentarios