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Y recordé que hace ya tiempo que los estados liberales nos enseñaron que la calle de las oenegés termina en el mar.

“Se requiere formación en Comunicación y/o Periodismo y/o Relaciones Públicas, tres años de experiencia como director de comunicación, conocimiento de marketing y captación de fondos, conocimiento del entorno de ayuda humanitaria o cooperación al desarrollo, excelente expresión oral y escrita, capacidad de iniciativa y de trabajo en equipo, dominio del inglés y/o francés. Se valorarán: conocimientos de política internacional, conocimiento del sector a nivel internacional...”. Leí el anuncio en aquel suplemento de color salmón sin saber muy bien qué o quién estaba a la búsqueda de tanto talento.

Lo leí con más detalle y supe entonces que era una oenegé. Y recordé que hace ya tiempo que los estados liberales nos enseñaron que la calle de las oenegés termina en el mar. Y hay de todo: una que recupera mochuelos albinos, otra de damnificados por el espíritu laico, otra que apadrina cantos de río con formas humanoides… Y hasta una que vela por la Transparencia Sin Fronteras. “No sé, es cuestión de creatividad”, pensé.

En la calle de las oenegés están pared con pared las oficinas de los solidarios con las de los bancos más poderosos. Dios que los cría y ellos que se juntan. Cuando las miro desde el paso de cebra pienso que me gustan las fachadas de oficinas que tienen geranios en sus balcones y visillos de encaje made in Taiwán en sus despachos; pero me dejo llevar por las de grandes ventanales herméticamente cerrados, con alzados por los que nunca sabes si estás ante un centro de negocio, o ante empresas en las que se gestionan las pequeñas voluntades de miles de hombres y de mujeres que han hecho suya la idea de que la limosna los hará libres y los redimirá de los Estados que pasan un kilo y se dedican a lo suyo: esa labor abstracta y subterránea que los mortales no entendemos y que se traduce en poco más que en inexplicables alianzas internacionales y en divagaciones sobre el PIB.

Una vez un tonto –quizá no tanto- recorrió los caminos, las carreteras y todas las calles pidiendo un céntimo de euro. Cuando terminó tenía las zapatillas hechas trizas pero había juntado una fortuna. Después se dedicó a contratar personal para su proyecto de un mundo en el que los estados escondiesen el culo y las cuentas, y los otros pusiesen la cara amable a este planeta en descomposición.  “Una limosnita de 0,7 % por favor”, rogaba el peregrino en su viaje patrocinado por el primer mundo.

Y es que en un mundo de tuertos las oenegés y los turistas son los que ponen los parches y las gafas, convertidas en las aceleradoras de la economía y en las gestoras de los nuevos yacimientos de empleo, de millones de euros y dólares, y en modelo del gran mercado del mundo, empresas ricas, eficaces y sobradamente preparadas. Trasnacionales, ratas modificadas genéticamente en proceso de expansión.

Así que intenté cruzar la calle. Y confirmé que la calle de las oenegés termina en el mar. O en la mar. Esas cosas tampoco las sé.

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