Lo reconozco: Reconciliación, el libro de memorias del rey Juan Carlos I, me produce un profundo desconcierto. Una autobiografía se escribe para quedar bien. La del emérito, en cambio, le hace quedar mal. Hace que nos acordemos de esos gamberros que se graban a sí mismos en plena acción y después suben la escena a la red, con lo que aportan una prueba con la que se incriminan a sí mismos. ¿Por qué el antiguo héroe de la Transición ha consentido en publicar un volumen que disminuye su legado en lugar de aumentarlo?
Lo que más llama la atención es la forma en que Juan Carlos habla sin filtro, de una manera con frecuencia impúdica. Nos cuenta, por ejemplo, intimidades que no son beneficiosas ni para su imagen ni para la Corona. A su hijo, Felipe VI, le deja especialmente en mal lugar al presentarle como una figura desagradecida e implacable que le ha tratado como un paria, sin la menor compasión. También le reprocha el trato que concedió a su hermana, la infanta Cristina, a propósito del caso de corrupción que afectó a Iñaki Urdangarin. Uno siente ganas de frotarse los ojos de incredulidad cuando es el propio emérito el que admite que él y Felipe no se entienden y que poseen personalidades muy distintas: “está claro que no se nos da muy bien comunicarnos. Como si esquivarnos pudiera resolver los problemas”.
El resentimiento que muestra Juan Carlos está por completo fuera de lugar. Como cuando hace alusión a “determinados miembros de mi familia para quienes ya no importo”. Sus críticas a la reina Letizia, a la que acusa de ser un factor de discordia en la familia, sin duda no le van a granjear las simpatías de sus nietas Leonor y Sofía. Preguntarse delante de toda España si se ha convertido en persona non grata para sus seres queridos no parece el camino más sensato para reconducir la situación.
En ocasiones, el lector no puede llegar a comprender que un hombre de tanta experiencia demuestre una ingenuidad tan formidable. Invita a su esposa, Sofía -a la que llama sistemáticamente “Sofí”, de forma poco decorosa- a reunirse con él en Ginebra para celebrar su aniversario de boda. Ella, lógicamente, no responde y él parece extrañarse: “Supongo que pensó que ya no había nada que celebrar, lo que me entristeció”. ¿Acaso esperaba otra cosa después de unas infidelidades tan repetidas? La autobiografía reconoce la relación con Corinna aunque no la mencione por su nombre. Pero, de todas formas, Juan Carlos no parece ser del todo consciente de lo que ha hecho. Cuando afirma que su abuelo, Alfonso XIII, era un hombre muy seductor con las mujeres, se permite añadir “¡como muchos Borbones!”. El comentario revela, como poco, una increíble frivolidad.
Juan Carlos ha escrito para que no le roben la historia. Cree tener el derecho a expresar, por fin, libremente su voz. No, en realidad no lo tiene. Un monarca, aunque sea emérito, tiene compromisos que duran toda la vida. Uno de ellos es el de mantener la neutralidad consustancial a todo lo que representa la Corona. Juan Carlos aquí se permite incluso criticar al actual gobierno, algo que un soberano nunca debe hacer, tenga o no motivos. Tampoco es admisible que critique la ley de memoria histórica o de opiniones partidistas sobre la Guerra Civil: “hoy se recuerdan más las muertes de un bando que las del otro”. Si la Corona representa a todos los españoles, exhibir determinados criterios, sean acertados o no, resulta del todo contraproducente.
Este tipo de intromisiones no vienen de ahora. Sabemos por la autobiografía que, cuando José Luis Rodríguez Zapatero se enfrentó a Estados Unidos, a propósito de la retirada de las tropas españolas de Irak, el emérito se disculpó ante el presidente americano por la actitud del líder socialista. ¡Cómo es posible que se atreviera a enmendarle la plana, delante de un mandatario extranjero, al jefe de su gobierno!
El Rey debería haber pensado que unas memorias implican, por definición, una toma de partido, justo lo que él no puede hacer. Tendría que haber recordado la gran escena de la serie The Crown en la que María de Teck explica a Isabel II, su nieta, por qué el trabajo de no hacer nada es el más duro de todos. Quiere decir que cualquier mínimo gesto supone algún tipo de posición.
Con tanta confesión improcedente, lo único que ha conseguido el emérito es quedar a la altura de Belén Esteban. Tal vez su exhibicionismo emocional responda a cierta estrategia para recuperar el prestigio. Como en la actualidad todo el mundo intenta crear una marca de sí mismo, a través de la sobreexposición mediática, tal vez piense que ese es el buen camino. Debe suponer que un mea culpa a la americana es suficiente para redimirse ante la opinión pública. En cualquier caso, está claro que, con acierto o sin él, ha hecho una reflexión sobre cuál es la estrategia mediática más apropiada para la realeza: “No estoy seguro de que nuestra manera de informar, a partir de comunicados de prensa oficiales o de la distribución limitada de imágenes controladas por la Casa Real, sea la mejor manera de transmitir información en este siglo XXI”.
¿Es por eso que ha desobedecido el consejo del conde de Barcelona acerca de no escribir nunca unas memorias? Juan Carlos, sin duda, amaba a su padre. No he olvidado su expresión desolada cuando murió. No obstante, eligió pasar por encima de él cuando aceptó ser designado como sucesor de Franco a título de Rey. Entendió que la restauración de la monarquía tenía prioridad sobre el orden de sucesión. Como resultado, don Juan, sintiéndose traicionado, estuvo sin hablarle durante seis meses. ¿Es necesario que un hijo cuente este tipo de discordias privadas? Uno no acaba de entender, tanto en el caso de Juan Carlos como en el de Felipe, qué tipo de interés puede existir que sea superior a la lealtad debida a tu padre. Si para mantenerla hay que dejar perder la Corona, así debería ser.
Reconciliación no nos sirve tanto para acceder a la verdad factual como para aproximarnos a la psicología del protagonista. Por muy herido que se sienta, su libro en nada le beneficia. Proporciona más motivos a sus detractores y sume en la perplejidad a los que alguna vez le tuvieron simpatía. Es como si se hubiera hecho de Podemos y trabajara, como agente doble, para dinamitar la monarquía desde dentro.



