Los que nos mandan

En el fondo, aunque no quieran reconocerlo, los que detentan el poder político y económico no ven en los humildes otra cosa que chusma

28 de noviembre de 2025 a las 07:56h
Maragall, alcalde de Barcelona durante los Juegos Olímpicos del 92.
Maragall, alcalde de Barcelona durante los Juegos Olímpicos del 92.

Se supone que en democracia no cuenta el nacimiento, ni la riqueza, sino el mérito. Este debería ser, en teoría, el único criterio para configurar las élites. Por desgracia, no hace falta ser un experto en sociología para darse cuenta de que la práctica dista mucho de parecerse al ideal. En Cataluña, el poder está en manos de unas pocas familias privilegiadas. Apenas cien, según Andreu Farràs y Pere Cullell, en L’oasi català. Sus miembros forman un grupo aparte ya desde el colegio. Así, durante el franquismo, acostumbraban a frecuentar centros como los jesuitas o, si eran más catalanistas, Virtèlia, donde se preparaban para ejercer su función dirigente. Y donde comenzaban a tejer la red de contactos sociales que tan útil les sería en el futuro, cuando lo que estuviera en juego fuera un determinado cargo o negocio. Al colegio sucederían, como espacios naturales de sociabilidad, el Liceo, el Palau de la Música o el F.C.Barcelona. En este club selecto, raro es encontrar caras nuevas, como reconoció el hoy polémico Fèlix Millet i Tusell: “Somos unos cuatrocientos y siempre somos los mismos.”

La prolongada impunidad de Millet, con su espectacular y descarado saqueo del Palau de la Música, no se explicaría su pertenencia a esta aristocracia donde la preeminencia pública se trasmite de generación en generación. Llevar un determinado apellido equivale a disfrutar de un capital simbólico con el que relacionarse dentro de los ambientes más restringidos. Como ha señalado Gary Wray McDonogh en Las buenas familias de Barcelona, el prestigio familiar constituye un medio a través del que se comunican y relacionan entre sí los miembros de los grupos de la élite. 

La democracia, lamentablemente, no ha hecho mella en lo que se ha denominado “sistema de élites feudal”. Si acudimos a la sociología, comprobaremos pasmados que el número de personas que realmente detenta el poder, sea en dictadura, sea en democracia, viene a ser aproximadamente el mismo. ¿Se han convertido las elecciones en un sistema para ratificar periódicamente el poder de unos cuantos grupos privilegiados?  

En esta casta de elegidos para la gloria no faltan los burgueses que se permiten el lujo de jugar a ser de izquierdas sin dejar de pertenecer a sus buenas familias, porque llevan el espíritu aristocrático en el ADN. La superioridad social, por así decirlo, imprime carácter. Por suerte, el progresismo les permite tener buena conciencia sin dejar de ser oligarquía. Un periodista incómodo, Gregorio Morán, cuenta una anécdota que ilustra con precisión la categoría: en tiempos de Franco, durante una sesión de la Asamblea de Cataluña, un obrero incauto se atrevió a llamar “compañero” a Pasqual Maragall. El futuro alcalde olímpico de Barcelona, y futuro presidente de la Generalitat, debió de sentirse incómodo con esa confianza: “Oiga, perdona, ¿usted y yo compartimos aula en la Universidad de Chicago?”. La llamada de atención venía a ser un recordatorio, brutal, de que cada oveja ha de permanecer con su pareja. 

En el fondo, aunque no quieran reconocerlo, los que detentan el poder político y económico no ven en los humildes otra cosa que chusma. A la que no debe permitirse que intervenga realmente en la “cosa pública”, un eufemismo como otro para hablar del coto privado de la elite. Que lo administra, por supuesto, con un marcado sentido patrimonial. Por eso, en el caso Millet, lo grave no fue el latrocinio en sí. La clase dirigente se escandalizó, pero sólo porque el culpable era uno de los suyos y les había estafado a ellos. Alguien que se había tomado una licencia para robar amparándose en su apellido y sus conexiones sociales. Todos sabían que era un personaje poco recomendable, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta porque para eso pertenecía al Olimpo de los intocables. A Gregorio Morán, hacia 1992, es decir, mucho antes de que estallara el escándalo, le presentaron a Millet en el Palau. Tras el encuentro, un periodista le dijo en confianza: “Es un delincuente, pero se apellida Millet”. 

Deprime reconocerlo, pero la política, como tantas otras cosas, funciona a partir de parámetros tribales. Si el chorizo hubiera sido de Madrid, al menos  hubiéramos podido clamar contra España y sus opresiones. Como no es el caso, sólo queda quitarle importancia al desagradable incidente. No vaya alguien a dudar que los malos de la película son los otros. Siempre lo son. Lo estamos viendo ahora en las redes sociales con Jordi Pujol: no importa lo que hizo sino que es un padre de la Patria al que persigue la perversa justicia “española”. Como es de los nuestros, todo se le perdona. En una Cataluña independiente, Pujol sería tan intocable como Juan Carlos en España. Más aún, porque el emérito se ha marchado al extranjero y no ha podido impedir que su antiguo yerno fuera condenado a prisión. 

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