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El viajar es un placer que te puede suceder sobre todo cuando los destinos son ciudades que te enseñan que otros modelos urbanos son posibles.

Niños con sus monopatines en una de las rampas adyacentes a los cubos del Kursaal. Casco histórico peatonal que se abre para acoger parques infantiles colindantes a iglesias del siglo XVI y que lejos de romper el paisaje urbano se integran y convierten la ciudad en un lugar más amable. Ensanche que invita al paseo con calles en las que de repente se han montado instalaciones temporales para que los niños disfruten de juegos tradicionales. “Vacío” en la parte vieja que en su día se aprovechó para instalar un frontón y una cancha de baloncesto en la que los niños pueden jugar un día cualquiera sin que sea incompatible con los bares de pintxos de alrededor. Todo eso descubrimos hace unos días en un paseo por San Sebastián. Y eso sin pararnos a hablar de cómo la ciudad se vuelca al mar, porque eso sí que aquí lo tenemos difícil.

Han sido apenas unos días de vacaciones en el País Vasco para comprobar que esos modelos de ciudad son reales. Seguramente con sus deficiencias, esas que a uno se le escapan cuando está de paso y sobre todo con cuerpo de vacaciones.

Siempre me ha interesado cómo están ordenadas las ciudades y qué ofrecen a quienes viven en ellas. Ahora ese interés personal tiene también un componente profesional y no puedo evitar cuando llego a una ciudad que no es la mía fijarme en qué brinda a los niños. En mis vacaciones de este año he hecho tantas fotos a parques infantiles que me está costando ordenarlas. Y son tantas porque me he encontrado muchos. Sin entrar en detalles de cómo están equipados estos parques (si hablárais con mi hijo os daría una opinión rotunda al respecto) es maravilloso que haya tantos y que se integren en el paisaje urbano como lo hacen. Da igual que sea San Sebastián, Bilbao o Portugalete. Y eso que hablamos de lugares con una climatología que permite hacer menos vida en la calle que en el sur.

Son parques vivos, llenos de  gente. Son parques además de aspecto saludable, seguramente por dos cuestiones fundamentales: como los mantienen desde lo público (los ayuntamientos o quien corresponda) y como los mantiene el propio público que los disfruta.

Y viendo aquellos parques recordaba los de Jerez. Escasos y poco cuidados. En el casco histórico el de la Plaza del Progreso, al que todo el mundo se refiere como el único parque infantil del centro, que sobrevive como puede. Un parque por el que pasan tantísimos niños (incluidos los niños de las familias turistas) y más ahora en vacaciones, necesita de un mantenimiento continuo para evitar males mayores. De otra forma, al final del verano el parque lucirá como si lo hubiera arrasado un tsunami. Y a ese cuidado por parte del Ayuntamiento hay que unir el uso respetuoso de un espacio que es de todos.

Las comparaciones con ciudades como Bilbao o San Sebastián (mi referente estos días por mis vacaciones) son odiosas y hasta absurdas. No podemos pretender ser lo que no somos, ciudades con una infraestructura y una oferta cultural y a todo los niveles propia de una gran capital. Pero lo que sí podemos es aprender de ellas y de su adaptación a los nuevos tiempos conservando sus cascos viejos como centros neurálgicos de la ciudad. Ejemplos más próximos como el de Málaga o algunas intervenciones concretas en Sevilla son igualmente inspiradoras.

Frente a esto, ¿qué encuentran los turistas cuando pasean por el casco histórico de Jerez? Me he cruzado varias veces con familias con niños que mapa en mano deambulan por los alrededores del palacio de Campo Real (sí, esa joyita renacentista escondida  al lado mismo del solar-ruina de la Ciudad del Flamenco). Ante sus caras de desesperación he sentido la vergüenza e impotencia de una lugareña que no sabía a dónde mandarlos en busca de algún sitio que los acogiera y del que se llevaran un grato recuerdo a pesar de los cuarenta grados a la sombra.

Hay que adaptar esos modelos urbanos que funcionan a una ciudad con mucho potencial como Jerez. Han sido demasiados años de intentos fallidos y ahora corren malos tiempos para la lírica urbanística, pero en algún momento hay que empezar a actuar porque un proceso de transformación tan grande será lento y cuanto antes se empiece antes tendremos esa ciudad amable que tanto demandamos.

Y es cosa de todos. Aquí somos propensos a la queja. Se peatonalizó la calle Larga y todavía hay quien se queja, cuando en las ciudades del siglo XXI la peatonalización de los cascos históricos es una medida de probada eficacia. Nos quejamos de la falta de aparcamiento en el centro cuando en ciudades como San Sebastián o Bilbao uno puede moverse a cualquier punto de la ciudad sin necesidad de hacer uso de su coche (apoyado esto por un transporte público de calidad y una concienciación de los ciudadanos). Nos quejamos de la falta de equipamiento del  centro pero todos somos responsables de la diáspora al extrarradio y de un despoblamiento auspiciado desde distintos frentes. La lista de quejas sería muy amplia. Y entre queja y queja hemos convertido Jerez en un extraño modelo de ciudad. Una ciudad que necesita reformas integrales a muchos niveles, entre ellos a nivel de su relación con los niños.

Durante un tiempo bromeaba “en serio“ con la idea de irme a vivir a Helsinki. Esta semana he querido irme a vivir a San Sebastián que queda un poquito más cerca. Más allá de mi sol dependencia y del precio del metro cuadrado, al final he decidido que lo mejor es vivir donde vivo. Y hacer lo que pueda para que Jerez vaya convirtiéndose en la ciudad moderna que debe ser.

Mientras eso llega pienso en la plaza de la Trinidad de San Sebastián. Una plaza proyectada por Peña Ganchegui (responsable con Chillida del Peine del Viento), que en un vacío urbano y con el monte Urgull de fondo creó un espacio que alberga distintos equipamientos deportivos (frontón, baloncesto) y se transforma eventualmente para acoger actos culturales. Un respiro en medio del congestionado casco histórico, como nosotros mismos comprobamos al hacer una parada allí para ver cómo unos niños jugaban al frontón. Proyectos como este ya se hacía en San Sebastián en 1963. Lo dicho, nos llevan unos cuantos años de ventaja pero en algún momento habrá que arrancar.

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