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Luppi ha muerto y ciertas verdades también. 

La muerte de Luppi me ha hecho pensar en los padres. Quizás sea porque el bueno de Federico tenía pinta de habernos engendrado a todos nosotros o porque tal vez con su marcha perdemos la estampa del "viejo" argentino por excelencia, con permiso de Héctor Alterio —Dios lo guarde muchos años—. Se nos fue Galeano, aún resisten Pérez Esquivel y Pino Solanas. Lo de tumbar al casi nonagenario Menem ya es más complicado; pero ya se sabe que los corruptos son de otra pasta. Y siempre nos quedará Mafalda, que es madre y padre. Se nos fue Luppi, perdimos para siempre al Martín Echenique que Aristarain pariera pensando en él. Se nos fue y puede que con él se hayan esfumado más cosas.

Hace ya unos meses, la periodista Samanta Villar sacudía uno de los cimientos de la civilización contemporánea durante el desarrollo de una entrevista. En este caso, y dado lo alevosamente mediático del personaje, era ella quien respondía y no al revés. Tras haber sido madre cumplidos los cuarenta, se sinceraba en un libro vía cheque de Planeta y sesión de fotos con Efe. Afirmaba sin demasiada pelambre en la sin hueso que tener hijos reduce la calidad de vida. Así, a bocajarro. La reportera dejaba entrever que de haber sabido lo que iba a ocurrir después su decisión podría haber sido otra. Y las vestiduras comenzaron a rasgarse por todas partes.

Los padres como Martín Echenique, que podían vivir a kilómetros de distancia por y para sí mismos sin ser estigmatizados en sociedad, están desaparecidos en combate. Al menos de cara a la galería, el mundo se llena de progenitores que han encontrado el verdadero sentido de la vida, que han descubierto que este se encierra en la procreación. Vivir la vida propia queda supeditado a la vida ajena y esto se hace con jolgorio y margaritas de colores, sin que el día a día cambie más de lo indispensable, sin perder la pasión, sin abandonar el gimnasio, sin dejar de ir a cenar al italiano caro, sin renunciar a ser tal como éramos antes, como Streisand y Redfort. Y tenemos que creernos que así es. 

Martín Echenique hablaba más claro. Le contaba a su hijo H —en el que se veía como en un espejo— que la vida es complicada y que ante todo hay que ser independiente. “El que no trabaja no come” arengaba Luppi y añadía a su vástago: “Vas a vivir en un mundo de mierda, jodido, despiadado, y si no tenés alma para defenderte, te destruye”. Hoy en día, los padres, encantados de serlo y de haberse conocido, encontrarían demodé este tipo de discurso. La razón de sus vidas no merece palpar la basura del mundo, ni tan siquiera atisbarla. Para ello se los protege, se los cuida y se los quiere más que a nada. Y ese amor no encabrona —como sí le pasaba a Martín padre— porque no nos roba nada, no nos impide ser como éramos, no nos coloca solos ante el peligro ni nos condiciona el resto del camino. Porque no estamos criando inútiles en potencia, no estamos perdiendo al Echenique por abrazar el padre coraje, no estamos dejándonos atrás. Luppi ha muerto y ciertas verdades también. 

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