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Años más tarde lo supe: los gallos, conforme fue pasando el día, olvidaron que nacieron gallos y ya no volvieron a despertar a la mañana siguiente; los perros del cortijo dejaron de tener ese hambre torpe que siempre les caracterizó, se adentraron en el campo de algodón y nunca regresaron; los niños -sin que yo lo supiera hasta hace bien poco- fuimos dejando de ser niños con el calor que desprendía la chimenea en la que ardían leños de olivos secos... Y esto no sucedió porque aquella noche era la última de otro año cualquiera; ocurrió porque estaba escrito que así debía de suceder en esa Nochevieja de tormenta seca y sorda que sólo padecieron los habitantes de las tierras donde se juntaban los ríos.

Esa tarde, como tantas otros hasta entonces, fue de pucheros blancos y alubias tiernas, de memorias y recuerdos de garbanzos tostados que, en años duros, también tuvieron que serlo; un anochecer de abrigos de lana hechos a mano y nueces huecas como las risas de los ancianos; de castañas tardías con lombrices y ventanas al campo; una tarde en la que cada uno de nosotros conocía el final: doce uvas pasas empapadas en anís del mono que tenían los mayores encerradas tras el cristal ahumado de un viejo mueble de cocina..., uvas puestas a secar desde septiembre en alcohol puro.

Y luego cayeron las campanadas como semanas antes había caído el muro de Berlín..., martillazo a martillazo; la abuela que duerme en una cama desde hace dos horas porque no quiere celebrar el paso de los años; las plumas del pavo real siguen oliendo a sangre mientras los demás restos descansan -envueltos en papel de plata- en un plato decorado con animales vivos en el fondo del frigorífico; alguien ha abierto la puerta del campo y se ven las fincas más cercanas..., a dos horas a pie..., hasta que yo cierro el pesado portón de hierro porque tengo miedo de la oscuridad.

Parece que Marisa Naranjo, la presentadora de televisión, se ha equivocado dando las uvas..., y se ha comido los cuartos del Sol y ha destrozado -sin querer- los sueños de algún que otro español supersticioso; yo en cambio, a mi edad, no se me está permitido creer en la suerte ni la mala suerte; mi tía trae los frutos secos en un cesto de mimbre que acentúa el olor de la almendra y la hace más amarga; ninguno de nosotros sabe que esa nochevieja del ochenta y nueve será la última noche que pasaremos juntos...

Todo estaba siendo idéntico a otro años hasta que mi primo Andrés apareció con aquella bolsa repleta de fósiles prehistóricos de tiempos jamás vistos por el hombre; puso la bolsa junto al fuego, metió la mano sin dejar de mirarme y sacó al azar una enorme piedra que tenía incrustada, en una de sus caras, la coraza y los tentáculos de lo que había sido un extraño caracol marino..., un enorme molusco que había dejado impreso su efímero paso por la vida en la superficie de una piedra gris sin fin.

“Mañana, si quieres, te llevo. Está pasando el arroyo. Unos albañiles han abierto una zanja para algo y han sacado del fondo una montaña de estas piedras. Por lo visto, todo esto era un mar hace miles de años”.

…Y yo sonrío hoy pero aquella madrugada tuve miedo de convertirme con los años en piedra, en un fósil frío en las manos de cualquiera o en una de esas losas de mármol encerradas entre los muros de un cementerio de pueblo como el de Paterna; miedo como el que tuvieron esos perros para huir al campo y no volver.

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