"París es una fiesta que nos sigue". Esta frase de Ernest Hemingway no puede ser más cierta. Lo sabe todo aquel que se ha perdido alguna vez por sus calles y se ha dejado embriagar por su encanto. Es una de esas ciudades que te acompañan, que se quedan contigo para siempre: una verdadera fiesta móvil, como la magnífica autobiografía del escritor de Illinois. Creo que debe de ser por sus míticos tejados grises, por su aire de permanente novela o por lo atemporal de su luz. Comprendo mucho mejor a Hemingway desde que me sumergí por primera vez en las páginas de su fiesta parisina. Comprendo ese arraigo del desarraigo, esa fascinación por lo ajeno, y esa adrenalina que supone construir el presente con los cimientos propios, sin muletas. El autor habla de esa etapa de su vida como la más pobre, pero también como la más feliz. Qué rareza cotidiana tan maravillosa.
Dejar atrás el lugar de origen nunca fue sencillo, aunque, como en casi todas las ocasiones, la gradación de la dureza reside en las circunstancias. Aquellos que abandonan su casa y a los suyos jugándose la vida, lanzándose al mar con la desesperación por bandera y el hambre como equipaje, están sin duda a la cabeza. Quienes huyen de la guerra, de la persecución, de la barbarie, de la amenaza, también ocupan las primeras posiciones. Y después hay todo tipo de supuestos. Los más frecuentes a este lado del planeta: los de quienes lo hacen por trabajo, por amor o por ganas. Sea como fuere, más a lo Hemingway o a lo currito común, abrir ese camino no es fácil. Se vive con el entusiasmo kamikaze del niño que teme montar en la atracción de la feria, pero que al mismo tiempo lo está deseando. Atrae, como al colocarse el cinturón de seguridad en la montaña rusa, porque se es capaz.
Para quien escribe, si París es un carrusel, Zaragoza es una fiesta en calma. Es como esa celebración tranquila a la que no pensaste acudir, a la que llegas sin saber muy bien por qué ni cómo, pero en la que encuentras un sofá confortable, una conversación entretenida y una buena copa de vino. Lo sabes cuando descubres que aquí no se charla, se charrra. Cuando aprendes el significado de la palabra rasmia ―empuje, tesón, o en perfecto andaluz: duende― y te enamoras de ella. Cuando ese acento y esa franqueza te conquistan y solo quieres oírlos más. Cuando descubres rincones de una belleza asfixiante que no venden bien porque lo intentan poco. Cuando no te quieres marchar, por mucho que estés deseando volver.
Aquí casi cualquier cosa es posible, pero sin pretensiones, a lo tranquilo. Por eso nunca te lo dirán, porque es una fiesta en calma. Aquí hay militares ―pero muchos y de verdad― y rojos ―pero muchos y de alma roja―; y puedes almorzar en el huerto del pueblo ―porque todo el mundo tiene pueblo― con anarquistas y artistas eclécticos mientras le echas mano a la borraja, al ternasco y al vermú.
Lo que más me gusta sin duda es cómo te quedas quieta mientras todo bulle, cómo ardes de tan callada, cómo eres tú: la quietud y la feria, como el último día de Pilares, como el capacear ―detenerse a charlar con un conocido, o en perfecto andaluz: ‘enrrearse’― en la esquina de la tasca, como el último sorbico de un buen Somontano.



