El Himalaya.
El Himalaya.

A mediados de agosto del año pasado, Flavita Banana publicaba una viñeta titulada Fauna estival 17: El místico. En ella aparecen dos señores, el de la izquierda, con perilla y pantalones bombachos, busca comprar un billete para encontrarse a sí mismo; el de la derecha, uno para no encontrárselo a él. Flavita hila muy fino en todas sus ilustraciones, pero esta me resonó especialmente. Como dice Homer Simpson, es gracioso porque es verdad.

Todos conocemos a un personaje del tipo que, en su versión predeterminada, se define a sí mismo como soñador y dice cosas como que “el mundo es su hogar”. Luego, como las Barbies en su Career Collection, cada uno trae sus complementos; está el místico ecologista, para el que todo gira en torno a Greenpeace y las abejas; el perroflauta, que viene con el perro y la furgoneta; o el yogui, con su colgante del yin-yang y el testimonio de haber logrado levitar durante una meditación.

Nada potencia más el consuelo de tontos que tener un amigo místico porque es difícil salir perdiendo en la comparativa con alguien que ha pagado para que lo enseñen a curar con las manos. Dicho esto, hay que aprender a controlar los aires de superioridad y respetar las paranoias individuales sobre el sentido de la vida y el propósito existencial porque, la verdad, es que al final, cada agosto cuando nos sueltan la cadena de los quince días, nuestra resignación de clase media respira hondo y se coloca en una de las dos filas. Porque Mari Ángeles, la compañera de la oficina, respira fuerte, necesitamos viajar para huir.

Todos sabemos que para perderse, basta con traerle de vuelta al sobrino el souvenir de “Alguien que me quiere mucho me trajo esta camiseta de [inserte pueblo vacacional de la costa española]”. Ahora, para encontrarse, es imprescindible un vuelo de más de 5000 km. Evidentemente, no se puede llegar a la catarsis espiritual en Algeciras, porque Come, reza, ama no pasa en Aljaraque sino en la India, Bali e Indonesia. Qué decir, la transformación del alma hay que pagarla, y si no se puede, para eso quedan los capítulos de Españoles por el mundo.

En realidad, lo importante al irse tan lejos no es purificar el espíritu sino que la gente lo vea. Las vacaciones se han convertido en la excusa perfecta para justificar el postureo y no hay tarde en la playa, sea donde sea, que no incluya una foto de las sausage legs en las stories.

La nueva maniobra de autofelación del ego es volver a mirar una y otra vez lo que hemos subido. Nos encanta repasar lo que hemos hecho durante el día, pero aún más nos interesa comprobar quién lo ha visto. Resulta que todos tenemos el mismo interés en volvernos espectadores pasivos de la vida de personas que una vez tratamos aunque hoy sean desconocidos.

Vimos la idea de “los silenciosos de Facebook” y le sumamos el puntito canalla de sostenerle la mirada al voyeur que no necesita esconderse detrás de un matojo para espiar, porque recordemos, la primera regla del club del stalkeo es no interactuar; así, el botón del corazón y las reacciones se reservan solo para el círculo cercano. Meta ha desbloqueado la necesidad de que encontremos validación en ser observados, y como buenos yonkis de la atención, seguimos consumiendo y generando contenido antes, durante y después de las vacaciones. Fotos de comida, del cumplemés del bebé de tu amiga, del bote de 3 kilos de proteínas, selfies en el espejo del gimnasio y un video del cumpleaños de tu gato. Más de 300 personas ven un contenido que nadie responde, porque esas cosas no se suben para que las comenten, a menos que se esté intentando culiar o ser culiado.

Aquí lo relevante es el portafolio tan aesthetic que se nos queda, el cuidado puesto en que cada fila, cada recuadro, muestre las fake candid pictures y respete la paleta de colores que hemos elegido para nuestro feed.

Con esto de que Algeciras no le falta un detalle, quizás no haga falta irse tan lejos para encontrarse. Igual uno se marcha a la India con la expectativa de traerse los chakras alineados y lo que acaba porteando es la culpabilidad del privilegio blanco y una gastroenteritis explosiva. Igual ya en el avión con doce horas de vuelo por delante revisando el móvil, a nadie le importe que ninguna de las fotos como meditando con el Taj Mahal de fondo hayan salido bien.

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