Fantasía de septiembre

Hay que comprender a monseñor, que para algo nos está dando fiesta. Estaba sometido a mucha presión

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Fantasía de septiembre
Fantasía de septiembre

Ya está aquí septiembre, con su vuelta al cole, sus pegajosas lluvias de verano, su calor aún insoportable y los recuerdos de las vacaciones palpitando en la sesera. Septiembre vuelve, como siempre, para darnos de bruces con la cruda realidad, para reencontrarnos con aquellos marrones pendientes que agosto había aplazado. Pues como quien intenta tapar el sol con un dedo, ya nos hemos dado cuenta de que solo estaban aparcados, un poquito ocultos por el crepúsculo. Vuelven los atascos, los madrugones y el saber inevitablemente qué día de la semana es. Ya están más cerca los cielos plomizos, todo se vuelve más hostigador, más oprimente, menos de agosto. Pero en medio de este panorama de tonos grises y esta demoníaca nostalgia veraniega no todo iba a ser malo. A veces hay momentos mágicos que hacen que el retorno valga la pena. A veces hay historias extraordinarias que nos reencuentran con lo mejor de nosotros mismos. O con lo peor de los demás. Y es ahí donde empieza la fiesta.

La fiesta de septiembre la ha montado él. Seguramente si a la mayoría de nosotros nos hubieran dicho que estábamos invitados a la fiesta organizada por un miembro de la iglesia, no creo que hubiéramos mantenido altas las expectativas de jarana. No me interpreten mal, quizás cantar a pleno pulmón el Cristo de Palacagüina de Elsa Baeza un sábado por la noche mientras se degustan un mosto y unas obleas sea la juerga padre para unos cuantos —después de todo, una noche se echa atrás como sea— pero no es el tipo de sarao que tengo en mente. Me refiero a otra clase de fiesta, de emoción, de sorpresa, de magia. La que nos ha regalado él. Él es un señor de Dios —o no— que solo quiere amar a Dios —o no— y que cree en el celibato, en la soledad del asceta y en el procés —o no—. Es un señor del que definitivamente hay que fiarse porque es capaz de creer en todo, de predicarlo todo y hasta de abrazar al diablo si se le pone tierno.

El obispo díscolo ha pasado de los discursos contra el condón y los homosexuales a leer novelas eróticas con tintes satánicos y estar dispuesto a ponerlas en práctica con su mismísima creadora. Y todo por amor. Amor al escándalo, amor al amor, amor a la carne de mujer. Y es que la coherencia, sobre todo cuando uno tiene la picha hecha un lío, es una losa demasiado pesada que hay que levantar. Levantar la losa, que no la picha, o sí, que yo ahí ya ni entro ni salgo. El que quiere entrar y salir es él.

Hay que comprender a monseñor, que para algo nos está dando fiesta. Estaba sometido a mucha presión. Ser el exorcista titular de una diócesis acarrea muchos quebraderos de cabeza, y no solo en sentido literal por las piruetas de cuello de los endemoniados, sino por el estrés que comporta el oficio. Eso de que tu jornada laboral comprenda sucesivas entrevistas con el maligno debe provocar mucho estrés y más aún cuando no te pagan el plus de peligrosidad ni el seguro de muerte. Yo entiendo de verdad que haya querido abandonarse en brazos del amor terrenal para tratar de combatir el fuego con más fuego. Gracias, obispo, por regalarnos esta fantasía que se ha convertido ya en un buen motivo por el que volver al infierno de la rutina.

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