Margaritas en primavera.
Margaritas en primavera. MANU GARCÍA

Las versiones más extremistas del verano y del invierno han barrido del calendario a la primavera y al otoño. Lo mismo que las expresiones más intransigentes de la política están exterminando a las opiniones matizadas. Todo en este tiempo se ha tornado blanco o negro, sin espacio posible para la gama de los grises. La diversidad política que representan los siete colores del arco iris, del rojo al violeta, tiende a quedar constreñida por la intransigencia del negro y el blanco, lo mismo que las temperaturas suaves de las tardes otoñales y de las mañanas primaverales han dado paso al calor o al frío implacables. Es como si el cielo (la naturaleza) y la tierra (el ser humano) se hubiesen puesto de acuerdo para imponer lo absoluto y liquidar lo relativo.

O llueve a mares o no cae una gota en meses. De la manga corta pasamos al abrigo, del aire acondicionado a la mesa camilla. Sin los pasos intermedios de otros tiempos. De los escaparates han desaparecido las prendas de entretiempo. El calendario oficial tiene poco que ver con el clima real que marcan las nubes y las temperaturas. Dice el calendario que estamos en otoño, pero en el cielo solo se ven signos de verano. Como en años anteriores, el verano le está comiendo el terreno al otoño y antes de que el otoño haga acto de presencia llegará el invierno arrasando con una prepotencia impropia de estas tierras. Tal vez no llueva porque el extinto otoño era el encargado de ir abriéndole la puerta a la lluvia poco a poco, lo mismo que la primavera se encargaba de írsela cerrando como preludio de la sequedad del verano.

Algo digno de ser resaltado es que, curiosamente, en nuestras vidas pierden protagonismo las dos estaciones, el otoño y la primavera, más vistosas, bellas e inspiradoras. El otoño ha inspirado las mejores descripciones de la literatura y los paisajes más espectaculares de la pintura, la fotografía y el cine, mientras la primavera los adornaba de colores infinitos y perfumes apasionantes. En nuestras retinas están grabadas las imágenes de arboledas rojas, doradas y marrones sobre fondos celestes. Otoño y primavera simbolizaban el camino, los puentes que era necesario transitar para ir de las regiones cálidas a las frías, para dejar atrás la crudeza de los veranos y los inviernos. Y, como ocurre en todo camino, el andar estaba sembrado de muchos más placeres que el destino. Los paisajes -como los pasajes de Baudelaire- están sembrados de incitaciones a la sensualidad. 

Los caminos tienen siempre la virtud de preparar al caminante para lo que ha de llegar. Entre el verano y el invierno, el otoño se ocupa, poco a poco, de aclimatar los cuerpos a los rigores que vienen y de ir acortando paulatinamente las tardes en espera de que el invierno eche sobre el pueblo el capote de la noche adelantada. Y entre el invierno y el verano, la primavera cumple la función de despertar los cuerpos del letargo y prepararlos para los nuevos rigores del sol y del aire. Los tránsitos son amortiguadores y, sin ellos, las irrupciones se hacen abruptas, dolorosas. 

Los árboles andan locos, sin saber cuándo dar las hojas al viento, cuándo darles luz a sus flores o cuándo sus frutos al paladar. Las moreras sueltan las hojas en agosto, los olivos dan tramas en marzo, al tiempo que aceitunas, y los naranjos azahar cuando las naranjas están en maduración. En estos tiempos de sequía sin fin, echamos de menos las gotas de la lluvia golpeando sobre los tejados, los charcos en los parques y las corrientes de los caños calle abajo. Con frecuencia olvidamos que también nos hacen falta la tibieza del otoño y los olores de la primavera. Olvidamos que después de la lluvia sale el arco iris, señal que los mayas atribuían al perdón de los dieses después de haber asistido a los estragos de las tormentas. En estos tiempos de zozobra e intransigencia, de rigores y exabruptos, recordemos los matices y la belleza del otoño y la primavera.

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