En aquel recóndito lugar del Japón

24 de febrero de 2015 a las 21:57h

No sé cómo pude quedarme dormido en el tren..., y más sabiendo que viajaba a la velocidad de la luz hacia la moderna Nagasaki..., y digo moderna ya que la anterior había sido borrada de la Tierra, sesenta años antes, por los americanos y su bomba atómica, justo el día que mi madre llegaba al mundo. Es increíble el gusto que tiene el ser humano hacia lo que ha sido arruinado por el hombre o por la naturaleza..., será porque contemplar la destrucción y el dolor ajeno ayuda a percatarnos de que seguimos vivos y enteros.

El caso es que -fuera por el efecto que causaron mis primeras cervezas de arroz o acaso por el constante martilleo del japonés sobre mi mente- las primeras palabras de mi compañero Shinji llegaron torpes a mis oídos..., sumándose a mi intangible realidad nipona a la que nunca me acostumbré: “Quiero cantar por malagueña”. De esta forma, el joven carnicero de Kobe con el enquistado sueño de llegar a ser cantaor flamenco, me dio la bienvenida a aquella ciudad que, como el resto de las urbes en la isla, latía al compás de las alarmas de sus semáforos, de sus esquizofrénicas chicharras y al de los alaridos que emiten sus máquinas de Pachinko. “Quiero hacer malagueña del Mellizo” me volvió a repetir -como bien podía- cuando abandonábamos la estación..., camino ya al local donde íbamos a actuar esa bochornosa tarde de un verano que ponía cara su muerte. No quise responderle.

Con dos semanas aún por delante -y tras el mes que ya llevaba en los brazos de una mujer a la que nunca pude conocer de verdad porque ni ella ni yo sabíamos quiénes éramos- no tenía fuerzas ni ganas de meterme en más berenjenales..., sólo quería salir del paso y acabar, como cada madrugada, en uno de esos yakinikus donde me atiborraba de carne y cerveza para cegarme la razón en aquellas semanas aciagas. “Pero Shinji, de verdad, si quieres podemos mirarlo antes de salir..., y si lo veo correcto pues la cantas” le solté a mi improvisado compañero de escenario. No dijo nada. Esperó a que yo terminara de cambiarme y me indicó -entre los camareros que corrían de un lado para otro y con sus ojos llenos de una valentía extraordinaria- un pequeño hueco entre dos estanterías repletas de pescado crudo.

En aquel recóndito lugar del Japón, entre sopas de miso y bandejas de sashimi, el muchacho comenzó a recitar los primeros versos de aquella malagueña timorata que tenía aprendida de memoria mientras mi cámara -mi desvergonzada cámara- registraba aquel extraño momento... Y cantó con tanto corazón -con el peso de aquellos que lo dan todo para cumplir el sueño de su vida- que logró hacer desaparecer a aquella tropa de cocineros que tenían sus cinco sentidos en la tarea de alimentar a las pálidas ancianas con paragüas que esperaban nuestra actuación en el comedor contiguo.

Cuando acabó, levanté la mirada de los bordones de mi guitarra y lo observé un rato sin decirle una palabra; sabía que esperaba mi respuesta..., siempre esperan la aprobación de sus dioses cuando, la mayoría, somos unos simples mortales con un golpe de buena suerte. “Sí, canta la malagueña..., por favor” le dije mientras, a través de los cristales de la cocina, observaba cómo se levantaba de la nada la playa de la Caleta..., y tras ella, si no me engañaron mis ojos, se dibujó la campiña jerezana en esas tardes de septiembre donde el mar viene a morir a los pies del Alcázar. (Dedicado a mi amigo Shinji y a todos aquellos que se hacen flamencos por amor y devoción).

Lo más leído