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"Yo sentí que me seguía

un perro en la madrugá;

me ofreció su compañía

sin pedirme a cambio ná.

Lloraba... y yo lo entendía"

(Fandango)

Por los senderos del parque caminaba de prisa de un lado a otro, yendo y viniendo y vuelta a empezar, como un animal enjaulado. Caminar, caminar, caminar. Tenía que desfogar y tranquilizarse, matar la ansiedad que lo devoraba por dentro.

De pronto sintió que le seguían, que le pisaban los talones. "En la cárcel le salen a uno ojos en la nuca", pensó. Miró hacia atrás desconfiado y no vio más que a un insignificante perro callejero. En sus ridículas hechuras, el sello desvaído de todas las razas perrunas. Su pelaje color mierda, salpicado de mataduras, y los ojos vidriosos —como dos alaridos— pedían compasión a gritos. Se le antojó, sin embargo, darle una patada y mandarlo allá donde su pelaje tomaba color ¡je! Mas al fin se contuvo y continuó su camino sin rumbo parque arriba, parque abajo. Y el chucho detrás de él, sin decir ni pío. Al rato, cansado, se sentó en un banco, y el perro se echó a sus pies. "Es raro que alguien te siga durante tanto tiempo y no acabe pidiéndote dinero", dijo para sí

Oscurecía. El vagabundo permanecía sentado en el banco, y el perro le miraba. ¿Por qué le habría elegido a él de entre todos los paseantes de la ciudad? ¿Tal vez porque también tenía los ojos vidriosos y el pelaje color mierda? ¡Je! Un escalofrío le recorrió el espinazo.

Por fin se hizo de noche, o mejor dicho, la noche se le echó encima. A la vez que las sombras le invadió un profundo desasosiego. Si miraba hacia atrás no veía más que el vacío de una vida sin rumbo, incoherente y azarosa, plagada de errores y derrotas que le llevaron a la cárcel. Y si miraba hacia delante no veía más que un muro, un muro inexpugnable frente al cual se encontraba solo. Los ojos del perro brillaban en la oscuridad. Los miró como quien se busca en un espejo, y al cabo experimentó la reconfortante sensación de saber que no estaba completamente solo.

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