Estamos acostumbrados a las catástrofes. A las que nos pillan lejos, quiero decir. Al fin y al cabo no vienen a ser más que cosas del telediario con las que comemos cada día. Entre cucharada y sorbo de vino echamos un vistazo a la tele y nos encontramos con que pueblos, ciudades enteras, se han derrumbado sepultando bajo los escombros a miles de personas como tú y como yo... Solo que son muertos sin rostro, cifras, que además vivían -o más bien sobrevivían- muy pero que muy lejos. Porque generalmente esas cosas suceden casi siempre en países lejanos —Haití, Pakistán...— llenos de gente pobre, con otras culturas y otras religiones, lo que los hace aún más distantes y más pobres todavía. La noticia apenas ocupa unos segundos del noticiario si las víctimas solo se cuentan por centenares. Para que le dediquen algún minuto y sean noticia más de un día —quizá dos— deben contarse por decenas de miles los fallecidos. El tiempo en antena es oro, y además hay que dar la información deportiva. "Fútbol es fútbol", dice un iluminado; o "los partidos duran 90 minutos", sentencia el filósofo balompédico de turno. Y encima se queda uno como pensativo. Cualquier día le dan a uno de estos el Nobel de literatura. ¿Pues no se lo han dado ya a un cantante? Pero lo peor es la información del tiempo, que el fin de semana está a la vuelta de la esquina y amenaza lluvia. Una buena borrasca sí que nos arrancaría un gesto de fastidio —¡joder!— y no el terremoto de... ¿dónde era? Ah, sí, por ahí, muy pero que muy lejos.

Otras veces es una guerra la que pretende amargarnos el almuerzo, sin conseguirlo. A lo más nos saca un gesto torcido, o incluso de preocupación si no está demasiado lejos. No sea que nos salpique la sangre sobre el traje nuevo. ¿Traje? Y nuestra mente vuela hasta el centro comercial donde el otro día vimos ese chaquetón que no estaba mal de precio. ¿A que no llega a las rebajas? Debí haberlo comprado, maldita sea... Y, mientras tanto, la televisión erre que erre. Ahora, imágenes de gente desesperada que huye y que pretende a cualquier precio -la vida, ya que dinero no tienen- colarse en Europa, nuestro club privado. ¿Acaso no entienden que aquí también tenemos nuestros parados y nuestros pobres? -rezongamos. ¿No se enteran de que incluso peligran nuestras pensiones, que lo ha dicho no sé qué político? Y seguimos comiendo. Dieta sana, eso sí. Hay que sacrificarse para mantener a raya el maldito colesterol, nuestro gran enemigo según los anuncios de la tele.

Lo verdaderamente preocupante es cuando el suceso luctuoso —palabra muy televisiva— tiene lugar dentro de las fronteras de nuestro club privado. Cuando los muertos son de los nuestros —europeos—, gente respetable como usted o como yo, que se tomaba una cerveza en cualquier terraza o pasaba la noche entre copas en una sala de conciertos. Entonces sí nos entra el canguelo, ya que es un aviso de que podría pasarnos a cualquiera de nosotros. Y entonces sí que nos indignamos, y salimos a poner flores y lacitos, y encendemos velitas a modo de civilizada protesta -somos muy civilizados- y como si así fuéramos a solucionar los problemas del mundo.

Decía César Vallejo que "hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios...". Golpes capaces de romper la urna de miseria moral y de egoísmo que a lo largo de nuestra vida muelle hemos ido fabricando para vivir dentro de ella mirándonos nuestro orondo ombligo. Golpes como esta foto que nos envía desde París nuestro amigo Paco, en la que aparece rodeado de los hijos de sus amigos de Alepo. El pie de foto —todos están muertos— no puede ser más lacónico y espeluznante, y nos ahoga de vergüenza a quienes vivimos preocupados sobre todo por el maldito colesterol.

"Alguna vez deseó uno

que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.

Tal vez exageraba: si fuera solo una cucaracha, y aplastarla" (Luis Cernuda).

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