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En los años setenta del siglo pasado, los jóvenes que de una u otra manera nos rebelamos contra el franquismo —que no éramos tantos como algunos panegiristas de la Transición pretenden hacer creer, sino una minoría, como siempre— veíamos en Europa, entonces tan lejana, el ideal hacia el que los españoles debíamos encaminar nuestros pasos. Y la veíamos así no solo desde un punto de vista estrictamente político —que también, y como base para todo lo demás—, sino, sobre todo, en el ámbito de la moral y de la cultura.

Uno de aquellos veranos en que estaba yo acampado en el valle del Jerte, adonde solía ir a trabajar en la recogida de la cereza, estacionó cerca de donde estaba una autocaravana en la que viajaban una familia extranjera. Creo que eran daneses. Sus modales desenvueltos, su vestimenta veraniega informal y atrevida para la moral estricta de aquella España tardofranquista, y sobre todo el atractivo de una de sus hijas de mi misma edad —en aquel entonces las rubias nórdicas de ojos claros y con poca ropa me parecían todas angelitos del cielo—, me llevaron aquella noche a espiarlos. Agazapado tras unos matorrales pude ver con asombro una escena cuyo recuerdo guardo para siempre. En torno a la mesita en la que habían cenado, acomodado cada cual en su butaca playera, y mientras dos hermanos más pequeños jugaban con su madre a no sé qué juego de mesa, aquella muchacha que a mí me parecía un angelito del cielo tenía un libro en las manos y leía en voz alta, y de manera reposada, unos textos que me resultaban absolutamente incomprensibles, ya que desconocía el idioma, pero que por su musicalidad y armonía a mí me parecieron poesías. Luego leyó también el padre, y así al arrullo de las voces, del agua del río en cuya orilla estábamos acampados, y del rumor de la noche en el campo, les fue entrando el sueño y se fueron retirando al interior de su autocaravana, y yo a mi saco de dormir.

La imagen de aquella familia encarnaba lo que para mí en aquel entonces significaba Europa: alto nivel de vida, hasta el punto de que una buena parte de las familias pudieran viajar al menos en verano, aunque fuera haciendo camping; tolerancia y libertad de costumbres sin inquisición que las coartara; y, sobre todo, nivel cultural. Con el advenimiento de la democracia, la entrada de España en las instituciones europeas, la prosperidad económica hasta la irrupción de la actual crisis, y la escolarización obligatoria de todos los jóvenes hasta los 16 años, todas aquellas condiciones que nos hacían envidiar a los europeos en aquella España reprimida y cerril, las fuimos alcanzando en mayor o menor medida. A pesar de lo cual la escena nocturna de aquella familia europea en el campo leyendo poemas sigue siendo hoy tan insólita como entonces, y no solo en España. En vez de europeizarnos parece que finalmente hubiéramos españolizado Europa, como pretendía don Miguel de Unamuno en su faceta de gran polemista.

Mas habrá quien crea que si en vez de monarquía tuviéramos república iríamos menos a los centros comerciales y más a las bibliotecas —por arte de birlibirloque—, y como si ese fuera el meollo de la revolución pendiente.

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