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"Las buenas maneras preceden las buenas acciones y conducen a ellas" (André Comte Sponville).

Hace unos pocos años iba un día para mi casa por la plaza de la Compañía, cuando vi a unos chiquillos de no más de ocho o diez años que mataban el tiempo arrojando y destripando naranjas contra los coches que por allí estaban aparcados. Alentado por un espíritu cívico y pedagógico procedí a reprender con buenas palabras a aquellos angelitos, tratando de hacerles ver que no estaba bien lo que hacían... cuando uno de ellos, que tenía cara de ser un grandísimo pillo, sin esperar a que acabase mi razonamiento me dijo con absoluto descaro:

-¿Y a ti qué carajo te importa, viejo? Me cago en tus muertos...

Y me tiró la naranja madura que tenía en sus manos con tal saña y fuerza que si me llega a dar en la cara –que a punto estuvo– me habría hecho aborrecer la mermelada de naranjas para el resto de mi vida. Me quedé como estupefacto y paralizado durante apenas un segundo, el tiempo de ver que el resto de la banda, siguiendo el ejemplo de quien debía ser el jefe, la emprendía contra mí a naranjazo limpio entre gritos y risotadas, en medio de un jolgorio total. Salí corriendo despavorido, y si resulté indemne en aquel trance no sé si fue gracias a la mala puntería de aquel grupo de salvajes, a la ligereza sorprendente de mis piernas, o a que el portal de mi casa estaba a pocos metros de donde se produjo el incidente. Seguramente a las tres circunstancias a la vez.

Hasta no hace mucho tiempo (para quienes tenemos cierta edad y para quienes leen libros de Historia 50 años no es gran cosa), cuando se decía que tal niño era muy educado en realidad se quería decir que era muy cortés. O sea, que daba los buenos días, pedía las cosas por favor y daba las gracias, trataba de usted a los mayores, cedía el paso a las señoras, sabía comportarse en la mesa... y, por supuesto, no arrojaba naranjas maduras, en su punto de pudrición, contra coches ni personas. Las buenas maneras distinguían a los niños con educación –y a sus familias– de los que, por las razones que fuesen, no la tenían. Tales razones generalmente tenían que ver con la posición socioeconómica de la familia, y seguramente con el hecho de que los niños asistieran o no a un colegio, que por aquel entonces solía ser de pago. O sea, que eran una seña de identidad de las clases burguesas, o con mentalidad de tal.

Hoy en día se da la paradoja de que a pesar de que todos los niños asisten a colegios, la mala educación está incluso más extendida que cuando muchos no podían asistir. Claro que antes las formalidades gozaban de prestigio en las familias y en los centros escolares –a los maestros y profesores se les trataba de don y de usted–, mientras que hoy aquellas maneras más refinadas o protocolarias –y sí, tal vez más burguesas– me temo que han sido sacrificadas en aras de un falso igualitarismo y de una mayor naturalidad y llaneza en el trato, cuando no deberían ser excluyentes. Estoy seguro de que la cortesía, considerada por muchos como la menor de las virtudes –una "virtud pequeñita", según expresión de André Comte–, ya que, al menos en apariencia, solo atañe a las formas, tiene sin embargo una enorme importancia en la educación moral de las personas. Una importancia que en las últimas décadas en España, con el retroceso de todo lo que olía a burgués y el prestigio y avance de todo lo popular, tal vez no hemos sabido calibrar.

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