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Les confieso que conozco la envidia. Su naturaleza es de lo más variopinta y su consecuencia directa es otra emoción: el odio.

Para entender el mundo,

no subestimes nunca el poder de la envidia.

Con estos dos versos cierra su poema Elogio de la envidia el poeta albaceteño Antonio Rodríguez Jiménez en libro Estado líquido (Siltolá, 2017) que recomiendo con entusiasmo, Y que me invitan a la reflexión compartida.

Vivimos en un país puñetero, me darán ustedes la razón. Si la puerta del garaje comunitario se abre, y aparece el vecino con un majestuoso coche nuevo de marca cara, y el buen hombre (que lo es, y lo sabemos) no ha comunicado a nadie un ascenso en el trabajo ni un premio de lotería, detrás del gesto de admiración, falso por supuesto, se esconde la sombra de la vil sospecha de que quizá se haya convertido en un Heisenberg cualquiera, y trafica con droga, seguro. Si el envidiado tiene más que ver con un éxito profesional, que nos merecemos más nosotros (como siempre), se le atribuyen, al afortunado, mil defectos y carencias. El premio, si lo consigue otro, siempre es injusto e inmerecido. Puro tongo.

No me lo pueden negar. Somos así. Lo llevamos en la sangre. Y desconozco cómo será en el resto del mundo, pero en España este pecado va más allá del tópico, y es tan propio de nuestra idiosincrasia como el jamón, la paella o los toros, oigan. ¿O no?

Tengo mi propio criterio al respecto. Les confieso que conozco la envidia. Su naturaleza es de lo más variopinta y su consecuencia directa es otra emoción: el odio. Y servidora, por miedo al odio ajeno (ahí va otra confesión), procuraba esconder los éxitos, no mencionar méritos. Callar. Ya no, y fardo por fardar, porque en esa voluntad de odio de base tan irracional es poderosa y poco se puede hacer para revertirla, a no ser que el que odia lo admita y ponga de su parte, y el odiado vuelva a confiar. Un follón. 

Por supuesto, he procurado purgar esta emoción tan venenosa en carne propia. Intento por todos los medios admirar y pensar maravillas de la persona a la que envidio (aunque no lo merezca). A fuerza de repetir se terminará interiorizando la emoción positiva. Que sí, créanme.

Como es un tema que me inquieta, he indagado entre mis contactos en redes sociales, que siempre andan dispuestos a comentar. Es lo mejor que tiene esto de enredarse. Pocos reconocen a las claras ser parte de esa mayoría de envidiosos. Los que lo hacen, merecen todo mi respeto y admiración. Algunos hablan de haberla sufrido (otros les envidian) y seguir sufriendo calamidades por causa de algún envidioso malvado. Una compañera alega que la mitad del mundo (y se queda corta), no nos quiere. Y hay que asumirlo. Porque todos tenemos algo envidiable, digo yo. Somos víctimas del odio en potencia. 

Lo que más me ha sorprendido es leer diversas opiniones que coinciden en considerar que envidiar nos enriquece y nos hace evolucionar como especie: partir del propio dolor, del autoconocimiento, de la identificación de aquello que nos hace ruines, para dar un paso adelante. Afirman, por otra parte, que ser envidiado es genial, pues indica que se tienen muchas cualidades o una vida idílica, muchas veces solo en la imaginación del que sufre la tristeza del bien ajeno en completa soledad. El sufrimiento está asegurado en ambas direcciones.

Sin duda, se trata de una emoción complejísima que no debe tomarse a la ligera. Por qué se siente. Cuáles son los motivos que la despiertan en los demás, y por qué la reacción inmediata es negar sentirla, como si de algo indigno se tratara o nos dejara en situación de inferioridad. Útiles consejos deben ser identificar al envidioso feroz, por si hay que huir. Admirar al envidiado, e intentar averiguar qué de mejorable o qué puntos se deben reforzar. Pero sobre todo, a la envidia hay que mirarla a los ojos, pues es posible que éste sea uno de los pecados que más nos acerca a nosotros mismos, a nuestras luces y a nuestras sombras.

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