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Cuando era pequeño iba corriendo a todos los sitios, con el corazón en la boca, como aquel soldado de Maratón que no dejó de hacerlo hasta caer rendido después de cumplir con su glorioso destino. Yo, en cambio, no lo hacía por ningún designio divino sino según mis azarosas y sinuosas cavilaciones. Que quería jugar con la pelota en el descampado..., allí que me lanzaba de cabeza al campo como si fueran a arrebatármelo en un segundo; que mi madre mandaba por lejía barata..., yo era el primero —y el único— en ofrecerme a cambio de un duro y por otro golpe de limpia tarde; que había cita para el partido de fútbol de cada fin de semana..., pues me atravesaba el barrio en un par de minutos para recrearme con los futuros goles aunque luego tuviera que esperar, más de una hora y con el hambre en vena, al resto de mis compañeros que se habían quedado viendo la lucha entre Hulk Hogan y El Enterrador.

Corría..., simplemente corría. Fuese descalzo sobre el volcánico asfalto o con esas babuchas que parecían comprarse al por mayor y que no me duraban más de tres semanas. Corría hacia ningún lugar entre los coches de colores puros; frente a esas ancianas que creía eternas hasta que sus sillas de nea no volvían a ser colocadas junto a la puerta; volaba ante cientos de persianas echadas con ese característico celeste mar que aún puede verse en algunos pueblos costeros; corría y corría aunque no me llevara a nada ni a nadie; ya me valía hacerlo —dejarme el alma corriendo— si me libraba de alguna que otra emboscada pelirroja de las que se hacían en la esquina de mi calle.

Estuve corriendo hasta que un día, que hoy no recuerdo, dejé de hacerlo. Tal vez fue una de esas mañanas de instituto de jugo de limón en el pelo y ácido en la mirada; quizás antes..., en algún fin de curso de EGB con su correspondiente final de romance; acaso tras otra derrota injusta y por la mínima contra ese Xerez infantil de ricos y enchufados o esa noche de verano en la que se contó que correr era cosa de miedicas y de cobardes.

El caso es que dejé de correr para siempre —el día, digo que no lo recuerdo— haciendo más pesado el horizonte y más denso todo aquello que me rodea..., como menos posible, menos probable. Estoy seguro que para la vista de esa gran mayoría que dice conocerme ese niño que no se quedaba quieto por un momento —ese niño que sólo respondía a su nombre de pila sin números— se ha vuelto con el tiempo más sensato, más lógico y productivamente cuerdo. Lo pienso bajo esta capa de racionalidad que me cubre de los pies hasta los cuernos.

Afortunadamente mi hijo Mateo ha empezado a correr; ha comenzado a no mirar atrás, a levantar la cabeza del suelo y salir volando, mientras se parte de risa, hacia el lugar donde —me asegura su prisa vital— no plantará sus pies.

Así que en este Hoy —que queda muy lejos de Ayer— aligeraré mis pasos para ayudarle a que siga corriendo y para siempre..., y no acabé como aquel soldado griego —y como su propio padre— después de llegar a la libre y amurallada Atenas.

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