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Mi hijo de tres años ya sabe que los dinosaurios -a pesar de que se vuelva loco con ellos- no existen... que una gran bola de fuego acabó con éstos hace millones de años en pocos días. Alguna vez que otra me pregunto si es necesario ofrecerle tanta dosis de realidad. Si acaso no sería más justo para él salvarle algo de magia y decirle que un día, el menos pensado, regresarán. Puedo inventarme que la gente no para de hablar de una pareja de tiranosaurios escondidos en la cueva de la Pileta -lejos de las garras del hombre- que están esperando tiempos más propicios para poder salir y que un fin de semana, siempre que se porte bien, podremos ir a buscarlos para darles de comer.

Es verdad que pongo sobre el tablero la necesidad imperiosa de proteger su inocencia pero siempre acabo rindiéndome ante tanta evidencia y cada vez estoy más convencido que lo mejor será educarlo en el arte de la guerra. De enseñarle a salir corriendo cuando varios cobardes de discoteca le persigan ya que es cosa de cuentos chinos eso de que los buenos, tarde o temprano, se imponen a los malos con ayuda divina; de educarlo en el arte de la duda y la mentira para no confiar en la primera persona que le ofrezca su amistad en estos días de usar y tirar; de prepararlo para luchar contra el ego de los pequeños hombres que harán peligrar su felicidad y decirle que la mesa redonda del Rey Arturo jamás existió pero sí su espada a la que todos temían.

Por más que no quiera ya estoy condenado a educarlo en el arte de la lucha y lo maquiavélico cuando a mí me enseñaron -incluso sin que mis padres lo supieran- a todo lo contrario.

A pensar que una tarde iría a la luna acompañando a mi amigo Paco sólo porque me comentó -en secreto y al fondo de una clase de matemáticas- que un tío suyo trabajaba como astronauta... el mismo que le había regalado el chandal que ese día llevaba a clase y que tenía un enorme cohete rojo, a punto de partir, cosido a su espalda. Mis padres, sin pretenderlo, me encaminaron a que no me importara gastar mis domingos en idear un plan de fuga para la princesa que tenían los moros secuestrada en el castillo viejo de Gigonza -donde trabajó mi tía Rafaela- y que según mis cálculos ya debía de llevar mil años encerrada en la torre.

Pero ya no es posible. Hoy no cabe lugar a la fantasía ya que sabemos todos que los cohetes -según la televisión- salen de Corea del Norte y que los moros o los árabes, o cómo interese llamarlos, ya no necesitan princesas porque tienen todo el petróleo del mundo. Sin duda estoy condenado, irremediablemente, a educarlo en el arte de la guerra aunque también sé que no todo, afortunadamente, dependerán de mis miedos y mis desesperanzas y que la humana e irracional búsqueda de lo imposible le vendrá determinada por la inmutable herencia genética que ha recibido de mí; legado que hará que caiga y vuelva a levantarse para tropezar de nuevo y querer, un millón de veces más, levantarse porque está escrito en mi naturaleza -como en la de cada uno de vosotros- que el verdadero amor nos salva aunque se encuentre por encima de toda lógica y sensatez.

No hablo de ese amor de candado y tatuajes a treinta euros; no trato ese amor al diablo porque te ha asegurado, sobre uno de tus hombros, una vida sin tormentas si eliges sus cartas; no ese amor a una profesión que odias en lo más profundo de tu ser y que abrazas por la comodidad de tu propia carne. Hablo de ese amor que dejaste en la cuneta por un quiero pero no puedo; por esa profesión para pobres que sólo alcanzará a alimentar a más pobres pero que te hace libre y único; hablo de ese amor por lo no establecido pero que te vino ya con tu propio nacimiento.

No sé cómo haré con él como tampoco logro adivinar qué haré conmigo..., pero si sé que en esos días tristes y confusos que mi hijo tendrá y tendré -y por más que no quiera revelarle o no sepa decirme que lo imposible no existe- sabremos esperar o ir por el amor de nuestras vidas (por muy callados o lejos que se encuentren) ya que el cuento nunca para de comenzar.

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