Muñeco de Puigdemont antes de ser fusilado en la quema de Judas de Coripe.
Muñeco de Puigdemont antes de ser fusilado en la quema de Judas de Coripe.

De pronto vuelve la vieja polémica del humor, la chanza, la sátira y la grotesquería. Y vuelve solo por un motivo: la incomodidad que produce el ritual popular de la ridiculización, especialmente de los poderosos y los ridículos. Puigdemont entra para mí, en la lista de los poderosos.

Decía Kurd Tucholsky, que algo sabía de todo esto, que a la sátira todo le está permitido. Algo que comprendí en toda su profundidad después de mis cursos intensivos realizados en Cadi Cadi y sin diploma a cambio: al que no le guste que se dé media vuelta, se coja el montante y se vaya a otra esquina. Si todo esto sale en el periódico será por lo que sea, pero ese es, como todos los Carnavales, un ritual que se celebra en el espacio de la comunidad que lo celebra; quien quiere va, quien no quiere no va.

Como intentaré explicar, cumplidamente, en mi próximo libro “Cádiz, ojo del remolino del Carnaval europeo”, Carnaval no es lo que pase o deje de pasar hasta la quema de la sardina, y desde el jueves anterior, ese jueves gordo, sucio o lo que sea. El Carnaval, aparentemente atrapado en la pinza del tiempo, lleva siglos saltando desde ese enclave del calendario a pesar del litúrgico y de su intento de someter a la brida del cristianismo un ritual que, contra la oscuridad, le iba a hacer sombra a la recién llegada de la-luz-del-mundo, ahora que los cristianos celebran su resurrección. Los judas, que no solo existen en España sino en varios lugares de América, naturalmente exportados como varias cosas más, son en mi opinión una resignificación de esos rituales contra la oscuridad en los que se convirtió el, así llamado por Roma, Carnaval. Un resignificación que, seguramente, antes de la actual se realizó para dirigir esta burla contra los judíos.

Esos rituales contra la oscuridad, el Carnaval, en su múltiple versión espacial, rural o urbana, o estilística, goza de la “impunidad” nacida de un acuerdo social que solo las dictaduras han violado: se dice lo que se quiere y contra quien se quiere. Y es la sociedad, adulta o no, la que sabe quedarse a escuchar o darse la media vuelta, cogerse el montante y marcharse a escuchar a otra esquina.

Al Carnaval le ampara la libertad libérrima de que su fusta es simbólica y que la sociedad, al menos una parte de ella, ha comprendido que el Carnaval es un mecanismo social de control sobre el Poder y los ridículos que actúan a favor de los poderosos o de la moral ridícula de los poderosos. Incluso, esa parte de poderosos de la sociedad ha comprendido que el Carnaval también funciona, o puede funcionar, como una válvula de escape de una sociedad insatisfecha que necesita poder articular sus malestares y quejas. En sociedades más democráticas más potentes es indiscutible la característica de intocable del Carnaval. Sobre las consecuencias que el uso del humor como fusta contra los excesos del Poder cabe emprender una discusión algo más prolongada.

El Carnaval de Coripe, la “Quemá del Judas” no ha quemado por primera vez, y siempre simbólicamente, a un político que a esa comunidad le producía un malestar. Lo hizo con Tony Blair, con Felipe González y Aznar. El revuelo que se alzó cuando ese pueblo quemó a Ana Julia Quezada es el revuelo que cada año se produce cuando la fusta de la sátira se dirige no contra los poderosos, los obispos o los monaguillos de todos los anteriores, o los defensores de una moral mojigata, en su opinión, sino contra personas que no representan esas acciones o posiciones sociales. La discusión es siempre lícita, y en mi opinión debemos volver a la “cátedra gaditana” de largarse cuando no guste. Y, como es natural, usar del mismo derecho a la libertad de expresión para criticarlo.

Que a los políticos les escueza lo que se diga de ellos, pues sí, para eso se inventó la sátira en la evolución del ritual-contra-la-oscuridad: para fustigar a los poderosos. Hay sin embargo poderosos, o poderosuelos, que sienten como un honor ser fustigados en los diversos Carnavales europeos. Algunos se ofenden. Es el circo de los ofendiditos. Pero, por favor, quiten sus sucias manos del Carnaval. El Carnaval no se toca.

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