Hace unos años me di cuenta de que había perdido el propósito porque ya no me reconocía al final de día… ni al principio.
No ocurrió de golpe. Fue un proceso silencioso, que se fue cocinando a fuego lento, casi sin darme cuenta. Hasta que un día, en mitad de mi rutina diaria, me hice una pregunta incómoda y difícil de esquivar, ¿en qué momento dejé de ser yo?
Para entender por qué ocurre esta desconexión, conviene hacer antes una aclaración esencial. El propósito es la razón profunda por la que haces lo que haces, es aquello que da sentido a tu vida, que conecta tus talentos y tus valores con algo más grande que tú misma. Es una dirección interior que orienta tus decisiones, metas y objetivos. No responde a la pregunta “qué hago”, sino a “para qué lo hago”.
El propósito no pertenece a un cargo, a una etapa concreta ni a un rol. Pertenece a la esencia de la persona, es la raíz.
La política, la docencia, el acompañamiento de personas, la comunicación o cualquier otro ámbito son solo escenarios en los que ese propósito puede expresarse. El rol que ocupamos en un momento determinado es la forma concreta en la que lo materializamos en ese momento, como profesora, enfermera, periodista o en cualquier otra función. El rol puede cambiar, el propósito es lo que permanece.
Entonces, ¿por qué tantas personas sienten que pierden su propósito?
En algunos casos, el propósito se va cubriendo de capas de rutina, exigencias externas, y presión por cumplir. No hay un entorno concreto que señalar ni un conflicto evidente, simplemente la vida se llena de obligaciones y el sentido se va diluyendo sin que sepamos muy bien cuándo ocurrió.
En otros casos, el desgaste tiene un origen más claro en el propio entorno laboral. La exposición continuada a la frustración, la falta de reconocimiento o dinámicas organizativas poco alineadas con los valores personales acaba erosionando la motivación profunda. Para protegerse, muchas personas se desconectan del lugar interno desde el que encuentran sentido a lo que hacen.
En otros, lo que ocurre es una identificación excesiva con un rol. En entornos de alta implicación, como en roles de liderazgo, vocaciones públicas o trabajos de servicio, es fácil confundir la función con la identidad. Cuando ese rol termina, aparece la sensación de vacío, no porque el propósito se haya ido, sino porque la forma en la que se expresaba se ha cerrado.
Pero, en cualquiera de estos casos, el factor común es el mismo, hemos dejado de escucharnos.
En la pérdida del propósito, primero aparece el desajuste. Empiezas a notar que algo ya no encaja, te sientes incómoda, desubicada.
Después llega el desgaste, te cuesta ilusionarte y aparece un cansancio que no se quita descansando, es un cansancio que pesa.
Más tarde aparece la desconexión, cumples tus funciones, pero sin implicación.
Y, finalmente, llega el vacío… y la pregunta que yo misma me hice, ¿en qué momento dejé de ser yo?
En ese punto, el propósito ya se ha perdido desde hace tiempo, lo que ocurre es que acabas de tomar conciencia de ello.
¿Y cómo se recupera el propósito?
La recuperación no suele venir acompañada de grandes decisiones ni de gestos épicos. Se recupera igual que se pierde, poco a poco. No se trata de reinventarse ni de crear un propósito nuevo, sino de recordar el propio.
En ese proceso descubrí algo esencial, para reconectar con el propósito es necesario dejar de mirar hacia afuera y empezar a mirar hacia dentro. Pero no siempre resulta fácil. Nos asusta el vacío y el silencio que aparecen cuando dejamos de distraernos.
Es tentador buscar validación externa cuando no reconocemos nuestro propio valor, llenar la agenda de tareas para no escuchar ese silencio incómodo o incluso querer salir corriendo porque no soportamos el lugar en el que estamos.
Y, sin embargo, no hay que temer al vacío ni al silencio. Suelen aparecer cuando una identidad se está reajustando. Son parte necesaria de cualquier proceso de madurez personal y profesional. Más que una pérdida, anuncian una transformación.
Pero conviene detenerse y hacerse preguntas que te devuelvan a ti misma:
¿En qué he sido buena de forma constante a lo largo de mi vida?
¿Para qué me han buscado siempre los demás?
¿Qué capacidades me han acompañado en todas las etapas, aunque cambiara el escenario?
¿Qué habilidades aparecen una y otra vez, incluso cuando no soy consciente de ellas?
Y cuando cuesta responderte, ayuda preguntar a la gente que te quiere:
¿Cómo me ves?, ¿qué dirías que se ha dado siempre bien?, ¿qué cualidad mía se repite con los años?, ¿qué dirías que me define más allá de mi trabajo o de mis títulos?
¿Y qué señales indican que estás recuperando el propósito?
Empiezas a notar que estás recuperando el propósito cuando las cosas se ordenan por dentro, aunque no tengas todas las respuestas. Quizá no sepas exactamente a dónde vas, pero sí desde dónde decides. Tu manera de estar (incluso en lugares que no son los que deseas) vuelve a parecerte propia y dejas de sentir que estás representando un papel.
La energía cambia de calidad porque sigues esforzándote, pero ya no te rompes, trabajas, pero no te vacías. Empiezas a decir que no a lo que no encaja y a dejar de justificarte tanto. Y, poco a poco, el vacío y el silencio que antes te resultaban insoportables se convierten en espacios necesarios para pensar, elegir y crear algo nuevo.
La pérdida del propósito suele vivirse como un proceso doloroso, pero es también profundamente transformador. No es algo que se encuentre una vez y para siempre, sino algo que se pierde y se recupera a lo largo de la vida. Entender esto no evita las crisis, pero cambia la forma de atravesarlas porque deja de vivirse como un error personal y empieza a entenderse como una etapa de ajuste, de escucha y de crecimiento.



