Después del Carnaval

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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Y es que en el Carnaval se notan, mejor que en ningún sitio, las verdaderas preocupaciones de la gente. Porque las voces del concurso y las ilegales actúan como un infalible termómetro social.

Habrá quien diga que es ahora cuando empieza el verdadero Carnaval. Que ahora llega lo bonito, el contagiarse de color y fantasía, el disfrutar con las amistades de las agrupaciones callejeras y el jugar a ser, por unos días, aquello que soñamos.

Sin embargo, como en una noche de Fin de Año, después de comer las uvas, parece que hay algo que falta. Una suerte de magia musical. Una ilusión por tener algo que parece que se ha conseguido pero nunca llega. Esa sensación de quedarse con la miel en los labios mientras se ve desde La Azotea partir a Los Peregrinos camino a La Eternidad. Tendremos que esperar un año entero para verlos regresar con nuevos nombres.

Ahora es tarde, ya se bajó el telón del Falla. El baile terminó, sonaron las campanas del reloj, y no hay hechizo alguno que pueda evitar que Cádiz vuelva a ser esa Cenicienta que es el resto del año. No hay príncipes azules, ni zapatos de cristal, sólo la triste realidad de la rutina.

Atrás quedan las largas horas de ensayos y canciones de todos los artistas que, año tras año, hacen posible este milagro cultural. Y no hablo sólo de los finalistas, sino de todos los que pusieron, desde Enero, su sudor sobre las tablas del teatro. Hablo de las noches en vela, de las puntadas y costuras para dar vida a sus personajes. De los muchos quebraderos de cabeza para encajar la música y la letra. De las vueltas y más vueltas para amasar con paciencia ese cuplé que consiguiera llegarnos hasta el alma. Muchos meses de esfuerzo que apenas se valoran, a no ser que se vivan y se sufran.    

A lo largo de este mes de coros, chirigotas y comparsas, hemos podido oír miles de letras hablando sobre otros miles de temas diferentes. Pero en ninguna de ellas ha faltado la pasión, el ingenio y la crítica más ácida y mordaz. Y es que en el Carnaval se notan, mejor que en ningún sitio, las verdaderas preocupaciones de la gente. Porque las voces del concurso y las ilegales actúan como un infalible termómetro social.

Por unos días he escuchado a un pueblo descontento, pero valiente y vivo, atacar muy duramente a sus problemas. He sentido el ardor de aquella gente que plantó cara al mismísimo Napoleón. He visto a un puñado de hombres y mujeres defenderse, con las armas que la música les daba, a golpe de falsete y punteo de guitarra, contra la mano invisible que los oprime.

Qué pena que el Carnaval dure tan poco. Qué al llegar marzo cada cual se quite la careta, que es su rostro real, y vuelva a sus miserias, rastreras y cobardes. Qué pena que la crítica y la lucha no duren todo el año. Qué pena que la vida sea un sueño y la gente no despierte para hacerlo realidad.

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