Nos quejamos de la creciente brutalización de la política, pero la devaluación de la vida pública es inevitable si nuestros representantes públicos, aquellos que deberían dar el más pristino ejemplo de civismo, se dedican a excitar las bajas pasiones de su electorado. Esperanza Aguirre, la antigua presidenta de la Comunidad de Madrid, estará ahora apartada del ejercicio directo del poder, pero su reciente libro, titulado significativamente Sin complejos (La Esfera de los Libros, 2021), es un ejemplo paradigmático de demagogia al servicio los más evidentes intereses partidistas. No hay pensamiento en sus páginas, solo argumentos burdos y mentirosos destinados a un solo fin, deslegitimar a la izquierda como opción de gobierno. Todo vale para desprestigiarla, incluso sembrar el odio desde un guerracivilismo real que se escuda en el guerracivilismo que dice combatir.
Lo más dramático es que, por este camino, no es solo el progresismo es que sufre un ataque implacable, también nuestro propio sistema. Resulta escandaloso que la autora, sin el menor pudor, afirme que la democracia “no es un fin en sí misma, sino que es un medio para alcanzar un fin mucho más valioso y más trascendente: la libertad”.
La confusión no puede ser más notable. Aunque en el terreno conceptual democracia y libertad son diferentes, en la práctica no pueden existir la una sin la otra. Si queremos libertad, solo podemos tenerla a través de la democracia, que, lejos ser una simple herramienta, constituye un valor en sí mismo. Además, ¿acaso es posible llegar a la libertad por medios que no sean democráticos? Esperanza Aguirre, con su lenguaje equívoco, da a entender que sí. Si la democracia solo sirve para garantizar la libertad “individual” y la paz interna, uno podría sospechar que ya sirve un régimen militar de esos que permiten que los ciudadanos hagan lo que quieran mientras no se metan en política, derecho que no es solo individual sino colectivo puesto es que es grupo cómo se ejerce.
La democracia, para nuestra protagonista, se reduciría al simple imperio del número. Es por eso que dice que una decisión puede ser mayoritaria y, a la vez, oponerse a derechos fundamentales. No obstante, en otro momento también sostiene que la derecha se distingue por su convicción de que son los ciudadanos los que le dicen al gobierno lo que debe hacer y no al revés. ¿Es esto de verdad así? La propia Esperanza nos ha dejado claro esta voluntad popular está limitada por valores superiores, que no sabemos cuáles son ni en que se fundamentan. En la práctica, es cómo si nos dijeran que podamos hacer lo que queramos mientras lo que queramos esté dentro de un abanico limitado de opciones en el que demasiadas cosas resultan intocables.
Todo, en el libro de Aguirre, resulta muy poco matizado. ¿Democracia como dictadura de la mayoría? Si la lideresa conservadora hubiera leído a Ángel Ossorio y Gallardo, un político, este sí, verdaderamente liberal, sabría que lo democrático no siempre se identifica con el parecer de los más frente a los menos. Si, por ejemplo, se aprueba en el parlamento una ley anticonstitucional, nada hay de malo en el que el poder judicial, en el ejercicio de sus legítimas funciones, la eche para atrás.
No encontramos, por otra parte, una adecuada reflexión sobre qué es esa libertad que tanto se pregona. ¿Acaso es igualmente libre el que tiene dinero y el que no lo tiene? Está claro que no. Pero nuestra política solo se preocupa del primero con su insistencia en defender la propiedad despojada de cualquier obligación social, punto en el que se aleja de una venerable tradición de pensamiento cristiano. Pero es que a nuestra derecha la doctrina de la Iglesia solo le interesa cuando habla de moral sexual, no de la comunidad de los bienes. Esperanza, como buena neoliberal, no tiene como referente el catolicismo sino el laissez-faire más extremo. De ahí que se oponga a todas las medidas para impedir los desahucios. Su empatía es para el propietario, no para el que se queda sin hogar.
Aguirre dice defender los valores del liberalismo, una doctrina que se basa, sobre todo, en respetar quien no piensa como tú. Su incoherencia resulta por eso especialmente notable cuando recurre a un anticomunismo primario por el procedimiento, inaceptable desde cualquier punto de vista, de identificar a Podemos con el comunismo estalinista. Sugiere así que sus representantes son los cómplices del totalitarismo asesino. Pero este recurso es tan falaz como afirmar que la propia Esperanza, por ser liberal, se identifica con la dictadura de Pinochet, un mandatario que puso en práctica, como sabemos, los principios de la escuela neoliberal de Chicago. Es lo mismo, también, que asimilar a los católicos, sin más, con las Cruzadas y la Inquisición.
Todas las exigencias morales de la autora cuando habla de Podemos se desvanecen cuando se refiere a Vox. El partido de Abascal no sería, a su modo de ver, ultraderechista. Pero nos equivocaríamos si creyéramos que detrás de esta afirmación existe algún tipo de reflexión sobre principios políticos. No. Lo que hay es pragmatismo puro y duro. Puesto que el PP necesita a Vox para gobernar, solo tiene que llegar a un acuerdo y ya está. Es así de fácil. De esta forma, toda la defensa de la constitución cae por su propio peso. ¿Cómo puede estar dispuesto un constitucionalista a pactar con una fuerza que se ha manifestado partidaria de derogar el título octavo de la Carta Magna? La organización territorial del Estado no es un asunto secundario sino un aspecto consustancial a la misma idea de España. Quien desee suprimirlo se convierte, ipso facto, en un antisistema.
Curiosamente, la misma mujer que propugna el derecho de propiedad es partidaria de restringirlo cuando se trata de la nación. Ésta no sería pertenencia exclusiva de los ciudadanos actuales sino una posesión que también correspondería a los españoles del pasado y a los del futuro. Cómo pueda ser esto, la vez, democrático, es algo que escapa a la comprensión del autor de estas líneas. Si la nación no es, como dijo Renan en el siglo XIX, un plebiscito cotidiano, no es nada que merezca que nos esforcemos en conservarla.
Nos inquieta que una política tan importante sugiera, sin la menor vacilación, que en el ideario de Vox no hay nada “que no estuviera en lo que podríamos llamar las señas de identidad del PP”. ¿Tienen razón entonces los que sugieren que los populares no son la derecha civilizada que nuestra democracia necesita para un correcto funcionamiento? Decir que se defiende a la familia o a España no es decir nada. Importa el modelo de familia y el modelo de España que hacemos nuestro.
Hasta aquí, el supuesto liberalismo de Aguirre no es sino autoritarismo y complicidad con las fuerzas antiliberales. Eso explica que no de el paso, obvio para cualquier demócrata, de condenar el golpe del Estado del 18 de julio. Se excusa con los defectos de la República, como si estos, por muchos y graves que fueran, pudieran justificar una rebelión para tomar el poder. Se permite así una equidistancia hiriente entre los que defendieron el orden legítimamente constituido y los golpistas, como cuando suelta eso de “No se trata ahora de justificar o descalificar las razones que llevaron a aquel levantamiento”. ¿Aceptaríamos que alguien dijera lo mismo sobre el ascenso al poder de Hitler en la Alemania de 1933? Un conservador eminente, José Antonio Zarzalejos, ha criticado a la derecha por no condenar de una vez los excesos del franquismo. Uno quisiera que, en la derecha española, todo el mundo fuera igual de inteligente y honesto. Esperanza Aguirre, por el contrario, enlaza con lo peor de nuestras tradiciones políticas.
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