Cuando alguien se muere, seguimos acostumbrados a describirlo como no era para que el recuerdo sea mejor que lo que hizo. De David Gistau no tengo que explayarme con alabanzas porque, igualmente, no necesita que se digan cosas de él que no. Cuentan, incluso, detalles que nunca habrían trascendido. Y, baste decir, seguramente yo no le habría caído bien a ese periodista de El Mundo o ABC que fue. Y me da igual.
Porque, de entre todos los periodistas mundanos, ordinarios, que poblamos el mundo, David Gistau hizo cosas que casi ninguno del resto logramos. Darle la mano a Umbral, entrar en el mercado de fichajes… Cosas con las que uno sueña en la facultad. Tan inmenso talento sólo desembocan en un gistau cuando reúnen obcecación y oportunidad. Digan lo que quieran, pero se mantuvo en una trinchera cuando más grandes eran las bombas. Un odioso porque no se caía.
No suscribí más que algunas de las cosas que decía. Pero era mi preferido de entre la legión de los portadores de trabuco, de columnistas conservadores que siempre tenían algo que decir para que usted, lector, tuviera alguien a quien seguir o porfiar. De esos que no resuelven sino que dan problemas. De los que siempre tienen algo de lo que opinar. Un cipotudo de derechas. Uno al que los futuros estudiantes de Periodismo no querrán parecerse, como hice yo hasta que me empeñé en no estar de acuerdo. Porque no lo conocerán. Una pena. No sé qué opinaría Gistau de su propia muerte. Pero seguro que tendría algo que decir.
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